EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Viaje a la infancia

ADELA CELORIO

No vine a buscar mi infancia, pero me tropecé con ella. Trámites burocráticos hicieron imprescindible un viaje a la Córdoba que me vio nacer, allá en el Estado de Veracruz. Nada más comenzamos el descenso de las Cumbres de Acultzingo que ya tampoco son lo que eran (un estrecho camino trazado en las faldas de la montaña por las patas de los caballos de Hernán Cortés, cuando se aventuraba hacia Tenochtitlán, en una zona de niebla y con una pendiente de vértigo) yo comienzo a repetir bajito, casi como una oración para exorcizar el miedo: pío, pío... como me enseñó papá alguna noche en que volvíamos de un viaje a la capital; y mientras descendíamos la cumbre en medio de una espesa niebla; al notar mi miedo, seguramente para entretenerme me dijo: repite conmigo: pío, pío... ¿Por qué? pregunté yo a mis siete añitos. Porque con esta niebla muchos coches se caen en la barranca sin que nadie alcance a decir ni pío.

No cabe duda de que papá tenía un gran sentido del humor. Sobrevivimos a ese viaje y a muchos más antes de que aquel sendero fuera sustituido por la magnífica súpercarretera de cuota por donde descendimos este fin de semana en que me tropecé con mi infancia.

El aire trasparente de las cumbres, el olor a caña de azúcar, la piel húmeda, el brillo que recobran mis ojos en mi terruño, todo indica que aquí y ahora, ha entrado la primavera a mi corazón. Al paso de los camiones cargados de caña, vuelvo a ser la chiquilla que gritaba: "échenme cañas"... y los hombres hasta arriba, sentados entre las varas, me arrojaban un puñado. Ya en Córdoba, las campanadas de la parroquia evocan la dulzura los caramelos que nos regalaba la catequista, el olor penetrante de las azucenas que ofrecíamos a la Virgen durante todas las tardes del mes de mayo, y hasta la frescura de las naranjas con chile que compraba a hurtadillas con mi "domingo"; y que la prohibición de comerlas (porque según papá, no estaban suficientemente limpias) las convertía en exquisito manjar.

Entramos a la ciudad lentamente porque el ritmo de los jarochos es suave y sensual, y antes que otra cosa, hacemos la parada obligatoria en "Los Portales" para refrescarnos con cerveza fría, y para ponernos al tono festivo de la marimba que ameniza el ambiente. Apenas terminamos la primera cerveza, cuando la voz aguardentosa de un trovador solitario, así sin más; comenzó a cantar en nuestra mesa: Veracruz, son tus noches diluvio de estrellas, palmera y mujer... de nuestro insigne jarocho Agustín Lara; y con eso bastó para contagiarnos del ánimo suave y risueño que impone mi pequeña ciudad. Sólo unos metros más adelante de nuestra mesa, un conjunto de jóvenes con movimientos de palomas, zapatean el son de La Bruja: "me agarra la bruja me lleva a su casa/ me vuelve maceta y una calabaza" y desde el Zócalo frente a Los Portales, llegan también los compases bien marcados del danzón con que la banda municipal agasaja todos los domingos a los creyentes del ritmo.

¡Para volverse loco! me dice el aguafiestas del Querubín, cuyos genes de tierras frías y valses de Strauss, no entienden de tanto bullicio. En estos mismos Portales donde hace doscientos años se firmaron los tratados de Córdoba con los que finalmente consolidamos nuestra Independencia; hoy los Cordobeses ven pasar la vida bebiendo café, o el finísimo ron que producen por acá. Estos portales son el ombligo de la ciudad, el punto de reunión de todo cordobés que se respete. La segunda parada la hicimos en la antigua cantina de los Hermanos Díaz, que para mi abuelo materno fue como su segundo hogar. Ahí nos instalamos para resbalar con vino blanco los langostinos del Río Atoyac, que son la especialidad de la casa. Después del banquete ya estaba preparada para dar un paseo por el barrio donde crecí.

Era un proyecto de fraccionamiento sin pavimentar, cuyo único lujo eran los sólidos árboles de mango, los framboyanes, las trompetas amarillas y los colorines que alegraban el caminito de mi escuela. Sin esos lujos, el barrio era triste y descampado, pero con los años empeoró bastante. Sin un deportivo, ni un parque, ni una biblioteca; ahora es un barrio populoso y gris que con trabajos mantiene cierta dignidad.

Me entristeció constatar la labor destructiva del tiempo y una cierta desidia de la gente; aunque mi corazón volvió a retozar al descubrir que todavía estaba ahí el entrañable Colegio Cervantes, el primer colegio mixto fundando por dos o tres refugiados españoles que llevaron a Córdoba oxígeno fresco, y donde ¡lástima! sólo pude cursar el primer año de kínder porque había un gañán que me pegaba (lo que hoy se llama bulling y se castiga severamente).

Finalmente nos instalamos en el hotel, y estimulada por las emociones del día y la tibieza de la noche, intento despertar al Querubín que ronca como un cuadrafónico; y pues ni modo, hoy tampoco toca.

Adelace2@prodigy.net.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 614532

elsiglo.mx