¡Viva México, ca... nijos!

Sólo existe lo que nos queda por hacer.

Me da pena confesar que el espectáculo de nuestra bandera flameando al viento no me produce palpitaciones, y que ya desde muy niña me hacía sentir amenazada aquello de “mexicanos al grito de guerra”. Me da pena reconocer que me empalaga un poco el septiembre mexicano con su patriotismo a todo lo alto, las campanas al vuelo y la machacona insistencia del “orgullo de ser mexicano”, que por cierto me parece ocioso puesto que lo somos por azar y no por elección. Nacimos en México lo mismo que pudimos nacer en Uganda o en Ottawa, y la verdad es que la palabra orgullo prefiero dejarla para que la exploten los comentaristas deportivos las raras veces en que gana nuestro equipo de fútbol.

No soy nacionalista y me niego a formar parte de quienes en este septiembre gritan en el Zócalo que “como México no hay dos”, porque como todas las naciones la nuestra forma parte de un todo y ambiciosa que soy prefiero definirme como terrícola. Agradezco, eso sí, la suerte de haber nacido en este país generoso, de amable clima y abundantes recursos, cuando pude haber nacido en Siberia, en Tombuctú o en alguno de esos sitios donde las mujeres valen menos que un caballo.

Me gusta pensar que mi derecho a ser mexicana me viene de la chispa que incendió a mis padres para concebirme aquí. De mis hijos y mis amores, aquí. Me identifico con la ternura minuciosa de las tareas de la vida aquí, con el reino de las pequeñas cosas como la artesanía de la cocina elaborada con amor, paciencia y el malabarismo económico que hacemos las mujeres mexicanas (extraordinarias chefs de la pobreza).

Me identifico con el gusto de convivir y compartir gozosa y entrañablemente los actos de la vida en común y con la rica y mutable serpentina de la verbosidad mexicana que esconde tanto como revela. “Para servir a usted”, ofrecemos siempre y cuando nadie nos pida que le sirvamos; o “mi casa es su casa”, mientras nadie se meta en ella sin previa invitación. Tanta mesura para caer luego en la grosería más insoportable cuando decimos: “Usted no sabe con quién está hablando”, “esto es un desmadre” o ¿qué me miras, pinche ojete?

Me identifico con los hombres y mujeres responsables que cargamos sobre las espaldas el destino del país, que no es ni más democrático ni más desarrollado por sus excepcionales millonarios sino por el esfuerzo constante de su clase media, “esa clase social de tenderos” como decían despectivamente los aristocráticos parásitos del pasado y como nos sigue viendo la mayoría de los políticos, esos parásitos modernos que viven y se enriquecen de los recursos que generamos nosotros, pueblo de sobrevivientes a la injusticia, a la mentira y al deprecio de nuestros líderes.

Me identifico -pero cómo no- con los ciudadanos que crisis tras crisis nos levantamos cada mañana a trabajar. Porque sabemos que ser mexicano no es sólo nacer aquí sino participar en el desarrollo, las tradiciones y la cultura de nuestro país; con la fe del que sabe que todo está por hacerse y se siente responsable.

No me identifico con quienes siguen esperando que la Guadalupana resuelva nuestros problemas o que los ‘pronósticos’ nos saquen de pobres. Y aunque creo que es mejor ganar que perder, no vivo como una desgracia las derrotas de nuestros deportistas.

Me niego a aceptar que dichos como “mañana sin falta”, “la última y nos vamos”, o “sólo la puntita” nos identifiquen; y desespero por el día en que no tenga que desayunar con la noticia de que ya nos robaron de nuevo aquéllos en quienes hemos depositado nuestras instituciones. ¿En qué parte de nuestra identidad se aloja esta congénita falta de vergüenza?

Me declaro terrícola con especial amor a México porque es mi casa, y no sólo en septiembre sino todo el año la quiero próspera, educada y justa.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx