L O llamaré Rodrigo Woods. Nos hicimos amigos en la prepa porque él acababa de llegar a la Capital, no conocía a nadie y quedé junto a su pupitre. Descendía de los legendarios ingleses que trajeron el futbol y el whisky a Pachuca. Su rostro con pecas y quijada rectangular así lo acreditaba.
Yo le intrigaba porque quería estudiar medicina pero no me decidía. "Eres un vacilante", dictaminaba. Para él, la vida valía la pena por las enfermedades. Cada semana escogía un padecimiento e imaginaba la conducta que tendría en caso de sufrirlo. "Un hipertenso no puede correr más", dijo cuando lo critiqué en una cancha. Con idéntica convicción me pidió que le hiciera un trabajo de historia porque estaba concentrado en posibles cálculos en la vejiga.
No era hipocondriaco; se escogía como modelo de la enfermedad para estudiarla intensamente. Cuando entró a medicina quedamos de vernos en un auditorio. La clase no había terminado y entré a escuchar la última parte. Rodrigo estaba tendido en una plancha, con el torso desnudo. El profesor lo usaba para explicar una extracción de costilla. Uno de sus condiscípulos me explicó que cada vez que se necesitaba un voluntario, mi amigo alzaba la mano.
Su capacidad para introyectar padecimientos lo llevó a la psiquiatría, donde se desempeña con éxito y otro nombre. Poco importa que aquí lo llame Rodrigo Woods. Hace unos meses me dijo: "La persona de yo mismo no tiene nombre". Se había especializado en el Síndrome de Cotard. Yo conocía el tema por el Breve diccionario clínico del alma, de Jesús Ramírez-Bermúdez. En vez de celebrar nuestro interés común, Rodrigo me vio con tristeza. Para él, siempre seré alguien que no fue médico.
Aun así, logré que me hablara de su pasión. A fines del siglo XIX, el psiquiatra francés Jules Cotard diagnosticó el "delirio de negaciones", variante especial de la melancolía, en la que el enfermo asume una negatividad absoluta y defensiva. Ajeno a toda responsabilidad y toda percepción, se blinda ante el exterior. No es nada; en consecuencia, no puede ser afectado: carece de carencia. El apocalipsis ya sucedió y él sobrevive sin esperanza. Una paciente le dijo a Rodrigo: "Cuando el mundo se desplomó yo pensaba que tenía cincuenta años. Ya no hay tiempo. No más años". Curiosamente, la negación total lleva a un delirio de grandeza. Rodeado del vacío en el que no puede intervenir, el paciente se juzga inmune. Carece de destino y nada lo toca. Así alcanza una inmortalidad hueca.
"¡Es el ideal mexicano!", exclamó Rodrigo. Otra paciente le había dicho al ver un aguacate: "No es un fruto, la cosa no tiene planta, cayó desde más allá; si no tiene tiempo, no se pudre". Esta resignación cósmica -la tranquilizadora melancolía de no poder intervenir- representa para mi amigo la definición del alma nacional.
Lo dejé de ver unos meses, salí a dar clases al extranjero y hace poco regresé, aprovechando que en mi universidad se celebraba el puente de Acción de Gracias. El sábado 26 de noviembre, fecha que no olvidaré, un hombre me atajó en la calle. La mejilla derecha le escurría en forma sanguinolenta. Esa devastada fisonomía no fue lo peor: el monstruo me conocía: "¡Quihubo, Juanito!". Luego la voz de ultratumba me tranquilizó: "La persona de yo mismo no tiene nombre".
Rodrigo Woods participaba en un desfile de zombies dispuesto a romper el récord de Australia (me pareció curioso que un país que ya tiene el koala, el canguro y el ornitorrinco quisiera estar además lleno de zombies). "Les vamos a ganar", dijo el Dr. Woods. En la noche, los noticieros mostraron a una multitud disfrazada con aterradora perfección. México había roto el récord Guiness de almas en pena.
Mientras los curiosos lo fotografiaban, Rodrigo me comentó que la inmortalidad melancólica, típica del síndrome de Cotard y tan apropiada para tipificar al mexicano, encarnaba de maravilla en la figura del zombie: "Ya que no podemos curarnos de nuestra capacidad de negación, al menos la podemos volver activa".
Como me conoce desde hace mucho, no trató de reclutarme para su causa: "El que duda no puede ser zombie", dijo al despedirse, aludiendo a mis limitaciones de vacilante en la tierra.
El domingo leí en Reforma significativas opiniones de los zombies peregrinos. Antonio Marín, quien llevaba reproducciones de los pies de un recién nacido y un sangrante cordón umbilical, explicó que en su vida sin maquillaje trabaja como médico general en el ISSSTE. Por su parte, Pablo Guisa, organizador de la exitosa marcha, hizo esta declaración identitaria: "Los zombies son demócratas porque muerden parejo. No distinguen entre izquierda o derecha: van por todos".
El día en que la UNESCO reconoció con rutinario aprecio que el mariachi es de interés para la humanidad, los zombies demostraron que son específicamente mexicanos.
Tenemos la mayor reserva de muertos vivientes. Además, nuestros espectros son altruistas: el desfile se organizó con fines filantrópicos y reunió dos toneladas de comida rigurosamente zombie, es decir, imperecedera.