El 22 de abril de 1992 las calles de Guadalajara se abrieron en canal y se llevaron la vida de 238 personas, la subsistencia de miles de heridos, la tranquilidad de cientos de familias y decenas de barrios. Quedó al descubierto la cloaca de la ciudad y también de la política.
La tragedia de las explosiones de Guadalajara tuvo una causa fundamental: la corrupción. La gasolina llegó al colector porque empleados de Pemex derramaron el combustible que se estaban robando ante la llegada de una auditoría. Tiraron, impunemente, el combustible que luego se introdujo al colector. La tragedia no pudo prevenirse porque Pemex ocultó, criminalmente, la información y porque los cuerpos de seguridad y protección civil no tenían los elementos para dimensionar este tipo de eventos. Los explosímetros, aparatos necesarios para medir la explosividad dentro de los colectores, por poner un ejemplo, estaban aquellos días todos en manos de Pemex.
En 20 años el país ha avanzado enormemente en la capacidad de prevenir y atender contingencias. San Juanico, el temblor de 1985, las explosiones de Guadalajara, ciclones entre otras desgracias, han ayudado a generar una conciencia de vulnerabilidad y hoy los gobiernos federal, estatales y locales tienen una capacidad de respuesta infinitamente superior a la que tenían hace dos o tres décadas.
Aprendimos cómo enfrentar contingencias, pero la corrupción, origen del riesgo, sigue ahí, enquistada en la sociedad y el gobierno, tan fuerte o más que hace 20 años, con su misma negligencia criminal y capacidad destructiva.
El robo de gasolinas en Pemex se ha sofisticado, pero no ha desaparecido. El mercado negro de gasolina, indispensable para poner a circular la gasolina robada ha crecido ante la pasividad de las autoridades, pero sobre todo con la complicidad de una sociedad dispuesta a comprar gasolina robada a bajo precio. Los colectores de todo el país siguen siendo un peligro latente no sólo por la falta de vigilancia de técnicos y funcionarios que tienen esa misión, sino porque los ciudadanos seguimos arrojando al drenaje desechos peligrosos con la más amplia de las inconsciencias e impunidades; porque las empresas siguen usando las alcantarillas como depósitos de materiales tóxicos y explosivos y porque las autoridades siguen concentradas en discutir, burocráticamente, a quién le toca hacer una cosa u otra y no en evitar riesgos.
¿Estamos blindados ante la eventualidad de una nueva tragedia como la del 22 de abril de 1992? Por supueto que no. Estamos más preparados para enfrentar la contingencia, pero no para evitarla. Mientras la corrupción siga siendo el aceite de la economía, el modus vivendi de una parte de la burocracia, el modus operandi de una buena parte del empresariado y el pan de cada día de los ciudadanos de a pie, el riesgo sigue ahí.