Cuando un estado es incapaz de garantizar la seguridad de los individuos y comunidades que lo conforman, puede decirse que ese estado se encuentra en decadencia. Cuando en los siglos IV y V el estado romano ya no pudo contener en sus fronteras el avance de los bárbaros, proliferaron las murallas. La estabilidad del imperio que dio confianza y prosperidad a sus habitantes en los siglos anteriores, había desaparecido. Las vías -arterias vitales de las provincias- ya no eran seguras. Las ciudades se aislaron y encerraron. La red que sustentaba y daba vida al mundo mediterráneo comenzó a romperse. La decadencia de una civilización es consecuencia de los fracasos de su sociedad y frente a ella, no hay muro que resista.
Lo triste de esta historia es que, luego de quince siglos, se sigue repitiendo en nuestro mundo, con todos los matices que puede dar la distancia física y temporal. En México, decenas de ciudades son azotadas desde hace años por el monstruo de la criminalidad y su hermana la violencia. La inseguridad se ha convertido en una característica de las ciudades modernas. Los relatos de personas asesinadas, desaparecidas, secuestradas, violadas, heridas, asaltadas y extorsionadas han dejado de ser excepciones para convertirse de unos años a la fecha en parte del vivir cotidiano de urbes como, por ejemplo, Torreón y sus suburbios, en donde se registran, en promedio, dos homicidios y 22 robos cada día, de acuerdo con reportes periodísticos y estadísticas oficiales.
Como hemos visto hasta ahora, por más acciones que las autoridades emprendan y por más recursos que se inviertan, la delincuencia no ha logrado ser acotada a niveles que permitan recuperar la anhelada normalidad social. Pese a algunas detenciones y bajas, anunciadas como grandes golpes de las corporaciones contra los criminales, los delitos siguen estando a la orden del día. Y esta inseguridad ha redundado en el temor de los ciudadanos, quienes ante la desconfianza que le provoca la mayoría de las autoridades, optan por no denunciar y por asumir, en general, una postura de defensa particular de su vida y su patrimonio.
Algunas familias, las que pueden, han decidido abandonar su ciudad e incluso el país en busca de entornos menos hostiles. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas, la situación de violencia en México ha motivado en los últimos cinco años el desplazamiento de al menos un millón de personas. Y las que se quedan, buscan la forma de protegerse, de asumir en sus manos su propia seguridad. Quienes tienen la posibilidad, se refugian en las nuevas colonias cerradas que se construyen cada vez en mayor medida. O, en su defecto, se organizan con sus vecinos para levantar un muro o una reja para cerrar su calle en las colonias más viejas. Pero a la mayoría, que vive en colonias populares, no le queda de otra que resignarse a ser pasto de los criminales.
Hasta hoy, la única respuesta frente a la vulnerabilidad ha sido el aislamiento. Pero sin ser una verdadera solución, pues por muy encerrado que se pueda vivir el riesgo de ser violentado siempre está latente, el aislamiento sugiere erigir a la desconfianza como nuevo código social urbano. Ya no sólo es la indiferencia hacia el otro, ahora también es la enemistad. Es, como en la decadente Roma, la claudicación del ciudadano y la afirmación del individuo particular. Al encerrarnos con nuestros miedos abandonamos el espíritu de solidaridad que debe ser el factor de cohesión de una sociedad y abrimos paso en nuestras conciencias al grito desesperado de "¡sálvese quien pueda!". Soy yo o los demás, porque ya no cabe el somos todos.
Es cierto, en el asunto de la seguridad, como en muchos otros, los gobiernos han fallado, pero también la sociedad. Hasta hoy como ciudadanos hemos sido incapaces de asumir nuestro papel y generar un auténtico contrapeso a quienes detentan el poder y controlan las instituciones del estado. No hemos logrado acotar sus acciones deshonestas, sus posturas negligentes, sus evidentes omisiones y oscuras complicidades. Únicamente hemos hecho nuestro el derecho a reclamar, a cuestionar, pero de ahí no pasamos. Nuestra democracia está estancada en el escarnio y la vociferación.
Si no queremos que nuestra región fracase asolada por el miedo y derrotada por la incertidumbre, es necesario que los ciudadanos, en vez de aislarnos, nos reencontremos en el espacio público para construir, desde abajo, soluciones verdaderas a la inseguridad y a otros males relacionados con la misma. Pero para eso, primero se debe repensar el ejercicio de la política para que ésta deje de ser patrimonio exclusivo de los partidos e individuos que con su proceder la denigran y, de paso, nos perjudican. Si no caminamos en ese sentido, veremos a nuestra sociedad caer, como Roma cayó hace siglos, con todo y sus murallas.
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