Ante las penas, lo mejor es la paciencia
Cuando estamos en la edad adulta no pretendemos grandes logros; sentimos que la vida se acorta y lo que más deseamos es darle a los momentos fugaces un valor de eternidad.
Ya de adultos, el futuro se achica en nuestras expectativas, lo que es absolutamente real y por ello el pasado adquiere ante la conciencia un enorme valor. Pero debemos ser muy prudentes en la valorización de lo que nos ha acontecido, pues por lo general toda evaluación que hacemos al respecto es negativa. Somos tan duros con nosotros, que los errores del ayer los exageramos y caemos en un martirio interminable de autoculpa.
El pasado puede martirizarnos de diversas maneras: por pérdidas graves no imputables a nosotros; por acciones propias equivocadas o de mala fe, y que nos acarrearon serias consecuencias negativas; y por omisiones, es decir, por una dejadez o negligencia de nuestra parte.
En la obra Otelo de Shakespeare el duque de Venecia se dirige a Brabancio y le dice: “Déjame hablar, como has hecho tú, y sugerirte una máxima útil, que quizás sea el peldaño o el paso requerido para que estos dos amantes recuperen tu favor. Cuando algo no tiene remedio, el sólo hecho de comprobar que lo peor estaba ligado precisamente a nuestras esperanzas de solución, nos libera del pesar. Lamentarse por una pena que ya ha sido y es parte del pasado, es la forma segura de atraer nuevos infortunios. Cuando el azar arremete y nos impide conservar algo, la santa paciencia ironiza a costa de su propia desgracia. La víctima de un robo que sonría, algo le birlará al ladrón. Y quien sigue regodeándose en torno a un pesar inútil, acaba al final transformado en ratero de sí mismo”.
En las primeras décadas de nuestra vida los yerros y pérdidas del pasado no nos martirizan como sucede en una edad más avanzada. El paso de los años hace que defectos y vicios se vuelvan peores, pero también que las virtudes se acrecienten. Además, por desgracia en las últimas décadas de nuestra existencia nos volvemos menos indulgentes con nosotros porque sabemos que prácticamente ya es muy poco lo que podemos enmendar.
Una sentencia de la antigua Roma decía: “Los pecados de la juventud, en la vejez se pagan”; y de la misma manera, en la adultez pagamos muchas culpas que en etapas anteriores ni a nuestra conciencia venían. Shakespeare con su inmensa capacidad de disección del alma humana, acertadamente nos dice que “lamentarse por una pena que ya ha sido y es parte del pasado es la forma segura de atraer nuevos infortunios”.
Lo que dice Shakespeare es absolutamente cierto: si damos entrada a una pena del pasado al lamentarnos por ella, dejamos la puerta abierta para que nuevas penas lleguen con violencia. Desde la antigua Grecia ya decían los poetas que a las desgracias no les gusta ir solas, sino lo que más les agrada es ir en compañía de otras desdichas. Ante esto, Quevedo nos recomienda que si un infortunio aparece en nuestra vida, lo más sensato es no darle entrada a otros nuevos.
Es cierto que ante los infortunios lo mejor es armarnos de paciencia, como ya bien lo había advertido Quevedo en su obra Migajas sentenciosas. Y en cuanto a continuar empecinadamente lamentándonos de un pesar que es imposible remediar, recordemos que al comportarnos de esa manera nos convertimos en ladrones de nosotros mismos, porque nos robamos el ánimo, las fuerzas y la propia paz que tanto necesitamos.
Ante las penas del pasado lo mejor es la paciencia, y frente a las culpas del ayer lo ideal es perdonarnos a nosotros mismos.
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