Siglo Nuevo

Apostolado del color

ARTE

L'Atelier rouge, 1911.

L'Atelier rouge, 1911.

Miguel Canseco

La obra de Henri Matisse encarna el espíritu revolucionario de las primeras vanguardias artísticas. Autor excepcional, dejó un vasto cuerpo de creaciones donde la forma y el color se funden en un equilibrio sorprendente y fresco.

MOREAU, EL PROFETA

Hay un linaje para cada pintor. Una sangre que corre por sus venas y se traduce en colores. Podemos decir que Henri Benoît Matisse nació en 1869, que sus padres fueron Émile Matisse y Heloise Gerard, prósperos comerciantes de granos. Que él seguía una cómoda vereda perfilándose como estudiante de leyes. Pero esos son datos biográficos que no dicen mucho sobre el nacimiento de un pintor. En el caso de Matisse, la llegada al mundo del arte ocurrió a sus 21 años, cuando una larga convalecencia por apendicitis lo llevó a la pintura que para gran decepción de su padre se convirtió en una forma de vida. Fue entonces cuando Henri decidió buscar su genealogía personal, sus raíces como artista.

Lo podemos encontrar a los 22 copiando cuadros de Jean-Baptiste-Siméon Chardin en el Museo del Louvre. Ese gran maestro del siglo XVIII le mostró el extraño balance entre ímpetu y mesura, intuición y academicismo. En Nicolas Poussin estudió el arte de equilibrar formar orgánicas y geométricas, elemento que también buscó -y encontró- en los grabados japoneses. Descubrió a un maestro con una técnica privilegiada: William-Adolphe Bouguereau. Contó con el riguroso entrenamiento en anatomía y pintura clásica propio de un artista de su tiempo. Y también corrió con la extraña suerte de hallar como mentor a uno de los creadores más peculiares del siglo XIX: Gustave Moreau, pintor simbolista, obsesionado con los mitos y leyendas que plasmaba en lienzos extravagantes y barrocos que si bien son apreciados, lo es mucho más su labor como profesor, donde tuvo alumnos tan connotados como Georges Rouault, Albert Marquet y por supuesto, Matisse.

Moreau trascendió la tarea convencional de instruir en una técnica; muy al contrario, permitió que ésta fuera cuestionada y las reglas se rompieran. Comprendió que es más importante para un artista definir su propia personalidad que resguardar un arsenal estéril de recursos plásticos aplicados mecánicamente. Frente a los experimentos visuales del joven Matisse, Moreau mencionó, como atisbando al futuro: “Usted va a simplificar la pintura. Con ello no simplificará la Naturaleza ni la reducirá. La pintura no existirá más”; y después, pensativo, concluyó: “No me haga caso. Lo que usted haga es mucho más importante que lo que yo digo, no soy más que un profesor, no entiendo nada”. Si hubo alguna vez una voz sabia, fue la de Moreau

TRADICIÓN DINAMITADA

En 1896 Matisse conoció al pintor John Peter Russell, quien le enseñó la teoría de color y le mostró el trabajo de los impresionistas. A través de él supo de la pintura de Van Gogh (entonces un desconocido), que le dejó una profunda huella. Fueron años de ávido aprendizaje: por consejo de Camille Pissarro estudió la obra de J. M. W. Turner. Trabajó junto a Marquet, André Derain y Jean Puy. Debatió con Paul Signac y sobre todo se encontró con la costa francesa, la cual no abandonaría jamás. El amor también lo buscó: contrajo matrimonio con Amélie Alexandrine Parayre. Siguió estudiando a los grandes maestros y se endeudó comprando piezas de sus artistas más admirados: Gauguin, Van Gogh, Cézanne. Cabe decir que no eran las leyendas que hoy conocemos sino célebres creadores marginales, la punta de lanza de la vanguardia de su tiempo, aún incomprendida.

La suma de estas experiencias se puede ver en piezas como Luxe, calme et volupté de 1904 y La joie de vivre de 1905, en donde explora el divisionismo cromático y los colores directos en planos a la manera de Gauguin.

La de Matisse es una generación que busca la luz y aprende de los postimpresionistas las leyes del color reflejado. Sabían, como ellos, que un árbol lanza una sombra morada, que las nubes pueden ser naranjas, rosas, verdes. Pero fueron más allá: acentuaron los trazos, presentaron tonos directos, recién salidos del tubo. Para una tradición pictórica que llevaba siglos matizando los tonos, tal acción fue un atrevimiento, verdadera iconoclasia. Por eso en el Salón de Otoño de 1905, cuando este grupo de amigos expuso sus obras, el crítico Louis Vauxcelles los declaró salvajes, bestias. En francés, fauves. De ese episodio nació el nombre de este grupo, los fauvistas, que priorizaron el lenguaje cromático por encima de la representación naturalista; el color para ellos era el lenguaje mismo.

Pero tales experimentos no fueron bien recibidos y Matisse sufrió grandes aprietos económicos. La venta de su óleo Femme au chapeau (1905), adquirido por la coleccionista Gertrude Stein, le dio un respiro y un estímulo para seguir adelante. Más allá de cualquier interpretación épica hablamos de un joven pintor asustado por sus propios descubrimientos y los de sus compañeros. Lo iluminaban el espíritu libre de Moreau, los cuadros de Cézanne y Van Gogh. Avanzó en un camino donde se vio obligado a pisotear la tradición para encontrar una nueva forma de expresión: estaba inventando el arte del siglo XX.

HERENCIA DE LUZ

Matisse dejó un legado extraordinario como pintor, escultor y dibujante. Ilustró libros, hizo vitrales, incluso decoró una capilla, la magnífica Chapelle du Rosaire de Vence, de 1951, donde el mobiliario, los vitrales y hasta el atuendo del sacerdote son de su autoría.

El nativo de Le Cateau-Cambrésis es prolífico y multidisciplinario a un punto casi abrumador. ¿Cómo resumir entonces 50 años de trabajo creativo? Ayuda conocer sus influencias primigenias, pues lo acompañaron toda la vida. Obras como La danse, de 1909, dan fe de su brillante primera etapa. Como los cubistas, Matisse buscó inspiración en el arte africano, pero fue más allá y aprehendió el color de Marruecos, lo integró de lleno en su paleta y logró consolidar un estilo naíf y decorativo, con un abierto desafío a los límites de la pintura. Pronto su creación comenzó a tener el tinte sólido y monumental de un tapiz oriental.

Mención aparte merece la relación que tuvo con Pablo Picasso, una amistad no exenta de aristas. Hablamos de personalidades contrastantes: Picasso mujeriego, aventurero, narcisista. Matisse estable, padre de familia, dedicado a su oficio. Para alguien como Picasso la presencia de Matisse pesaba demasiado, él, que con tanto afán buscaba ponerse en al frente de la vanguardia, podía ser derrocado por un colorista que en muchos sentidos lo aventajaba. Cuando hacia el final de los años veinte Matisse, presa de la duda, dejó de pintar, Picasso lo presionó para regresar. Desde la perspectiva del español nadie podría medirse con él salvo su admirado, querido y odiado Matisse, que desde 1917 permanecía en Niza.

Para los años treinta viajó a Tahití buscando la luz que vio el gran Gauguin, y a los Estados Unidos, donde trabajando en un mural comisionado por la Barnes Foundation, empezó a emplear papel recortado para resolver sus composiciones. Este medio tomaría cada vez más importancia en su obra. En 1947 publicó Jazz, un libro con coloridos recortes y pensamientos manuscritos. Su dominio del color en el papel fue también absoluto: piezas como Icare (1944) son, sin duda, puntos culminantes cuya influencia se siente hasta nuestros días.

Matisse murió en 1954 cumpliendo la profecía de su maestro Moreau: simplificó la pintura, la rebasó, entró en la dimensión del color puro. Y desde entonces, hasta hoy, legó una obra que permanece fresca, siempre elegante, desafiante, asombrosa. Tal es el sello de Henri Matisse.

Correo-e: cronicadelojo@hotmail.com

Leer más de Siglo Nuevo

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Siglo Nuevo

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

L'Atelier rouge, 1911.

Clasificados

ID: 812877

elsiglo.mx