H Ace 20 años culminó en Chapultepec la guerra civil salvadoreña, dando inicio al proceso de reconciliación y construcción de la paz. Hasta ahora es el mayor éxito diplomático de pacificación realizado por Naciones Unidas, cuyo secretario general abandonó los cánones burocráticos para encabezar personalmente las negociaciones, favorecidas por el fin de la Guerra Fría. Gobierno y guerrilla aceptaron el estancamiento en avances bélicos, empate que se rompió por la vía de la negociación, sentando precedentes para resolver posteriormente el diferendo guatemalteco.
El golpe de timón se gestó en la reunión de presidentes electos de México y Estados Unidos, realizada en Houston en noviembre de 1988. El secretario Pérez de Cuéllar condicionó su liderazgo al compromiso de que ambos gobiernos fueran garantes políticos, económicos y militares en toda la negociación. La conducción de ONU tuvo el respaldo de ambos países, reforzado con la inclusión de "amigos del secretario general", incorporando a los gobiernos de Colombia, España y Venezuela.
El enfrentamiento fratricida se diluyó con la habilidad de mediadores profesionales, aunado al apoyo de gobiernos que suspendieron ayudas militares a ambas partes, que ante la desprotección, optaron por negociar como única salida.
No había marcha atrás. En México y Nueva York se realizaron cientos de reuniones de avenimiento, frecuentemente suspendidas, por diferendos considerados insolubles, sin serlo.
La firma provisional de los acuerdos se logró en la madrugada del primero de enero de 1992, cuando el período legal del secretario general había concluido, obstáculo eliminado con la fórmula diplomática de detener los relojes. Esa noche, los interesados decidieron que México sería sede de la ceremonia solemne en el Castillo de Chapultepec.
La situación apremiante que viven los países de la región impide adoptar actitudes de nostalgia o reproche. Si fuimos capaces de romper la cerrazón enviando cadetes de la Policía de caminos, como fuerza para preservar el orden cívico salvadoreño, hoy, ante alertas claras del nuevo presidente de Guatemala, escuchadas antes del resto de sus colegas, con excepción de Nicaragua, no pueden México y Estados Unidos dejar de asumir la responsabilidad de evitar el desplome de esos Estados frente al crimen organizado. Los gobiernos están inermes ante recursos ilimitados de corrupción, armas sofisticadas, distribución de droga, trata de personas, que debilitan a las fuerzas de seguridad y a los sistemas de impartición de justicia.
El año electoral que se vive en ambos países, es igual al de 1988, lo que no fue obstáculo para buscar mecanismos que entonces detuvieran las guerras. Es preciso acercarse a aliados potenciales en el Capitolio como los senadores Feinstein Grassley y algunos más, para dimensionar el nivel de amenaza que representa para sus intereses que sucumban los estados de América Central. Los asesinatos de los jesuitas y de monseñor Romero despertaron hace 25 años la solidaridad dentro del congreso, gobierno y sociedad en Estados Unidos. Las evidencias existentes son insoslayables, ya que se trata de una invasión innegable del crimen organizado en toda la región, incluyendo nuestra frontera sur, que recibe impactos de esa descomposición.
La declaración franco-mexicana detonó alarmas que permitieron crear el Grupo Contadora, que pese a la intransigencia de Reagan y cooptación de gobiernos centroamericanos evitó la invasión. Las iniciativas mexicanas han sido escuchadas en América Central, cuando se comparte la responsabilidad en los problemas existentes. Respecto al vecino del norte, es evidente que las alertas y nuestras gestiones deben tener acogida, a pesar de la crisis económica.
Las oficinas de drogas de ONU e incluso el BID y aun el Banco Mundial han expresado su oferta de apoyo. Falta el detonador de la diplomacia binacional, que sin respetar calendarios electorales debe atender demandas urgentes, para evitar el colapso anunciado. Sería mezquino suponer que los mandatarios reclaman apoyo por ambición utilitaria y no por sobrevivencia de sus pueblos.