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Aquella olimpiada

ADELA CELORIO

Estábamos en el 68 del siglo pasado, e igual que ahora, el ruido de fondo lo hacían los jóvenes indignados. A pesar de estar aún fresca la sangre que dejó la brutal represión que Díaz Ordaz y su gobierno PRIista y autoritario (porque no había de otro) infligió a los estudiantes; la capital lucía deslumbrante. El luto vendría después. En aquel momento no hubo tiempo ni espacio porque como sede de la XIX Olimpiada que se celebraría por primera vez en América Latina, con las puertas del país y del corazón abiertas de par en par; nos preparábamos para rendir tributo al deporte, a la paz y a la amistad. Llena de vitalidad y muy segura era por entonces esta capital, donde casi todos los jóvenes aspirábamos al privilegio de servir temporalmente en los comités de recepción como anfitriones, traductores, guías, choferes; lo que fuera con tal de sentirnos parte y mirar de cerca a los atletas que nos visitarían de 119 países.

Con un gran sentido creativo, México retomó lo que fuera originalmente la esencia griega para organizar simultáneamente a la deportiva, una olimpiada cultural que comenzó a manifestarse en las 19 esculturas que realizadas por artistas de los cinco continentes, aparecieron a lo largo de la zona arqueológica del Valle del Ixtle, que conducía a la flamante Villa Olímpica. Se diseñó una elocuente señalización para facilitar el flujo de los visitantes, elegantes uniformes para el comité de recepción, y en tiempo y en forma, todos estuvimos listos para la fiesta.

Sin computadoras, Internet, o Blackberries; o sea, sin ninguno de los alardes que hoy hace posible la tecnología, la Olimpiada en México fue sensible, humana, sincera y magnífica. A pesar del dolor, y la rabia que sentíamos contra el presidente Díaz Ordaz, no hubo rechifla cuando se presentó a inaugurar la Olimpiada. (¡Dios nos guardara!, después de lo sucedido en Tlaltelolco ni quien se atreviera a chistar; y aquel luminoso sábado doce de octubre, veintiún cañonazos protocolarios recibieron al Presidente, quien acompañado de Avery Brundage y el entrañable arquitecto Ramírez Vazquez; ocupó su lugar en la tribuna de honor entre la fanfarria de cuarenta trompetas. Con la voz quebrada por la emoción, miles de voces cantamos el Himno Nacional, y ante el deslumbramiento de las cinco mil personas presentes en el Estadio, gigantes aros olímpicos se liberaron de sus amarras y ascendieron al cielo. ¡Éramos tan inocentes!

El sonido de un enorme caracol anunció el arribo de la antorcha olímpica, y la joven Enriqueta Basilio, primera mujer en la historia de los Juegos Olímpicos en recibir esa distinción, subió la escalinata, y alcanzado el punto más alto del Estadio en donde se encontraba el pebetero, dirigió la antorcha hacia los cuatro puntos cardinales mientras en un gigantesco tablero eléctrico (la electrónica era todavía impensable) se leía: "Ofrecemos y deseamos amistad con todos los pueblos de la Tierra".

Más de siete mil hombres y mujeres desfilaron portando sus banderas, y correspondió al continente mexicano cerrar el colorido desfile. El medallero no fue nada del otro mundo, salvo por el oro del Tibio Muñoz en natación y de Ricardo Delgado y Antonio Roldán en box, porque eso sí, para los golpes ya desde entonces éramos muy buenos. Sin restarle ningún mérito a nuestros boxeadores, para mí resultaron más disfrutables las medallas de plata del Sargento Pedraza en caminata, y la que Pilar Roldán consiguió en esgrima para ser ella también la primera mujer latinoamericana en ganar una medalla olímpica; aunque la indiscutible protagonista de aquellos juegos fue la gimnasta checa Vera Caslavska, quien ante la invasión soviética a su país, debió permanecer oculta tres semanas antes de poder volar a México para ganar aquí cuatro medallas de oro y dos de plata.

Todavía se me encuera el chino al recordar la clausura, los fuegos artificiales, los miles de sombreros lanzados al aire. Seiscientos mariachis entonando el Himno de la Alegría y todo mundo abrazando, llorando un emocionado adiós. Imposible acabar así la fiesta, necesitábamos serenarnos primero.

Estrené una minifalda y nos fuimos a bailar "Somos novios" de cachetito. El sexo empezaba a liberarse, nada se sabía del Sida, y nosotros los jóvenes íbamos a cambiar el mundo.

Han pasado cuarenta y cuatro años y a quienes vivimos lo suficiente para ver las Olimpiadas de 2012, las zancadas del tiempo nos provocan vértigo. El mundo corre ahora a una velocidad que no hay quien lo alcance, y por el camino fueron quedando amigos y amores imprescindibles que no pudieron seguirle el paso.

El deporte perdió la inocencia y se convirtió en un negocio millonario y multinacional. Jóvenes explotados física y psíquicamente, deportistas dopados para alcanzar metas inhumanas. Ustedes perdonen, pero para mí, no habrá otra Olimpiada como la del 68.

Adelace2@prodigy.net.mx

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