Mujer honorable. María Elena Romero ganó el Premio al Voluntario de la Fundación Compartir, por su trabajo en favor de los sectores más desprotegidos.
Cuando llega la hora, María Elena Romero Castellanos se encarga de acompañar a los moribundos con discapacidad en sus últimos momentos, y después suele ir sola a los panteones. Ahí se encarga de sepultar a las personas que han convivido bajo su cuidado en Enfermos Anónimos, Casa Árbol de la Vida, Asociación Civil que alberga a personas con discapacidad y desahuciados abandonados por sus familias.
Las flores para las tumbas de "los suyos", suele tomarlas -cuando el dinero no alcanza- de las lápidas vecinas. "Todos los muertos deben tener su flor", dice convencida.
Mes a mes, recibe de una funeraria hasta dos cajones mortuorios, pues más de la mitad de las personas que alberga son adultos mayores sin recursos económicos. Guarda los féretros en el último piso de la Organización Civil que en principio se llamó Desahuciados Anónimos; después Enfermos en Recuperación, y actualmente Enfermos Anónimos, Casa Árbol de la Vida. También la carroza para el traslado del féretro al panteón es donada por una funeraria.
En días recientes, su labor la hizo acreedora al Premio al Voluntario de la Fundación Compartir, 24 edición: "Por su voluntad de participar en el mejoramiento de la situación de los sectores de la población más necesitados", comenta Rocío Alanís, miembro de la Fundación Social Compartir, que desde sus inicios en 1988 apoya con recursos económicos a instituciones que trabajan a favor de los demás.
María Elena estudió dos años de Química Industrial y otros dos de Enfermería. Durante un tiempo, y mientras su padre vivía fue voluntaria de Enfermos Anónimos, Casa Árbol de la Vida A.C., institución fundada por su progenitor.
En 1978, su padre tuvo un cuarto infarto y recibió un pronóstico de tres meses de vida, que invirtió en apoyar a los sin casa, desahuciados y personas con discapacidad en abandono social. En principio fundó un grupo de autoayuda que se reunía en un local pequeño y trabajaba con una adaptación del programa 12 Pasos de Alcohólicos Anónimos.
Al tiempo, "el padrino Leonardo", como le llamaban sus protegidos, adquirió una casa para ellos, con el dinero de una herencia recibida por su esposa, la cual fue destinada para comprar el terreno del barrio de la Asunción, en Iztapalapa, donde hoy se asienta Enfermos Anónimos, Casa Árbol de la Vida, A.C.
Mientras tanto, María Elena cumplía 11 años, y "fui testigo de la enorme necesidad que tenían los enfermos de contar con alguien que los aceptara, escuchara y acompañara en sus dolencias.
"Comencé por dar baños de esponja a las mujeres enfermas y discapacitadas, y continué haciéndolo durante mi adolescencia. Mientras tanto, mi madre era quien cocinaba para todos en el albergue", recuerda.
Desde entonces esta Asociación Civil recibe a enfermos desahuciados jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos rechazados o abandonados por sus familiares y que no tienen a dónde ir. Personas con enfermedades terminales como cáncer, VIH/Sida, parálisis cerebral, Alzheimer, epilepsia, esquizofrenia, cirrosis y retraso mental, entre otras.
"El ejemplo y la generosidad de mis padres despertó en mí la vocación de convertirme en enfermera militar, pero el ritmo de vida del albergue y las dificultades económicas de la familia sólo me permitieron cursar los primeros dos años de la carrera", agrega.
En 1997, María Elena se convirtió en apoderada legal del albergue y encargada de la atención y cuidados médicos de los enfermos, función que desarrolla hasta hoy con los conocimientos que adquirió en su preparación como enfermera militar.
Han transcurrido 18 años desde que pisó el albergue por vez primera. Durante todo este tiempo ha brindado atención a mil 200 personas con alguna discapacidad.
TRES HIJOS ADOPTIVOS, CON DISCAPACIDAD
Hoy, con 38 años, María Elena tiene dos hijos propios: Karina y Lalo, y es madre adoptiva de David, Ana Yéssica y Toño, tres niños con parálisis cerebral que fueron dejados en la puerta de su Asociación Civil. "Supongo que porque sus padres ya no los querían; uno de ellos fue encontrado por un policía en un bote de basura", comenta la séptima de nueve hijos, y la única que de manera voluntaria "heredó" la obra de sus padres.
"Hay quienes consideran a las personas con discapacidad intelectual o parálisis cerebral como la basura de la basura. Y por eso arrojan a los bebés que nacen con malformaciones a los basureros. Suena tremendo, pero así es. Lo sé. Conozco de cerca la maldad, la mezquindad y el egoísmo humano", agrega.
"Asumir la titularidad del albergue, y adoptar a los niños con discapacidad intelectual originó la ruptura de mi matrimonio", relata María Elena.
A esta separación habría de sumarse la muerte de David, su primogénito, de seis años, víctima de un accidente automovilístico. "Caí en una fuerte depresión. Fue un dolor que me desbordaba; pero después entendí que debía entregarme totalmente a los enfermos del albergue, porque después de sufrir, llorar y quejarme, había algo más que yo debía hacer", dice.
Justo en ese momento le avisaron que había sido aceptada la adopción de un niño con parálisis cerebral que tramitó un año antes de la muerte de su hijo David. "La vida me arrebataba un hijo, pero me daba otro, a quien también bauticé con el nombre de David".
Hoy, David tiene 18 años, Ana Yéssica 23, Toño 4, y Karina y Eduardo 19 y 13, respectivamente.
Desde la muerte de su padre, María Elena se ha hecho absolutamente responsable del albergue. Trabaja en el proyecto Construyamos un Hogar para la Vida, cuyo objetivo es reconstruir las instalaciones de la Casa del Árbol de la Vida y convertirla en una vivienda sostenible donde los 50 enfermos que la habitan, y los que están por llegar, vivan sus últimos días y su discapacidad con absoluta dignidad, además de contar con alimentos, techo, medicamentos y atención emocional para el bien morir.