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Carta a los Santos Reyes

OPINIÓN

Carta a los Santos Reyes

Carta a los Santos Reyes

Adela Celorio

En la noche dichosa / en secreto, que nadie me veía / Ni yo miraba cosa/sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía.

San Juan de la Cruz

“Aquí está tu pre-historia”, dijo mamá al entregarme el pequeño arcón de madera con mis boletas de calificaciones de primaria, álbumes de autógrafos de mis amigas, mis primeras cartas de amor, algunas fotos escolares. Entre esos papeles apareció una carta escrita por mí en una hoja de cuaderno que se deshace de vieja pero es reveladora: los niños antiguos éramos muy inocentes. La noche de Reyes dejábamos en la entrada de la casa agua y comida para los camellos. Mi abuelo regaba aserrín en el pasillo para que quedaran ahí marcadas las huellas de los animales. El prodigio comenzaba la mañana siguiente con el asombro en la cara de mi abuelo: “¡Mira!, ¡mira! por aquí pasaron”, me decía emocionado como un chiquillo.

La segunda revelación es que los niños antiguos no éramos ambiciosos. La carta que dejábamos en el zapato bien lustrado, era simbólica: Queridos Santos Reyes me he portado regular pero ayer no le contesté feo a mi mamá ni le pegué a mi hermanita en todo el día. Tráiganme por favor una muñeca de celoloy con pelo y ojos que se abren. Eso pedía yo, pero ellos dejaban lo que les daba la gana. Lo que importaba era la emoción, la magia, la fantasía que despertaba esa noche en la imaginación de los niños. ¿Cómo entraban Melchor, Gaspar y Baltasar montados en un elefante, un camello y un caballo en mi pequeña recámara? O si entraba sólo uno, ¿cuál de ellos era? ¿Cómo le hacían para que cupieran en sus talegas juguetes para todos los niños del mundo? Había demasiados misterios por resolver y yo tenía que verlos con mis propios ojos.

Tendría siete años y era una niña tan lista que ya no me creía aquello que aseguraba papá: “Los Santos Reyes no llegan mientras haya niños despiertos”. “Esta noche me haré la dormida pero mantendré los ojos bien abiertos -me prometí- y después de que mamá me acostó y me dejó en la cama bien arropada, me quedé muy quieta y procuré no dormirme hasta que aparecieran los Santos Reyes. Finalmente aparecieron, pero no entraron por la puerta ni sus animales dejaron las huellas en el pasillo porque flotando entre nubes sobre mi cabeza, enojados me informaron que no me dejaban nada por mala, y salieron volando por la ventana. Angustiada y llorando corrí al cuarto de mis papás para jurarles que había visto a Los Santos Reyes y que hasta me habían hablado. Después de regañarme por mentirosa, papá me tomó de la mano y me regresó a mi cuarto. “Si tu comportamiento fue más o menos... algo habrán dejado para ti, si no pues ya sabes, encontrarás un pedazo de carbón”, me advirtió. Con la conciencia intranquila y el corazón saliéndoseme del pecho, descubrí junto a mi zapato la muñeca de celoloy que había pedido, y alguna otra chuchería. “Qué suerte tienes, porque yo pensé que este año te tocaba carbón”, dijo papá y regresó a su recámara.

A los 12 años yo era una niña tan lista que ya había descubierto que los Santos Reyes no existían y que eran los padres quienes dejaban los regalos a sus hijos. Ese año ya no encontré nada en mi zapato. “Los Santos Reyes sólo traen regalos a los niños que creen en ellos”, dijo mi padre arrojándome de mala manera de la infancia. Aún recuerdo la tristeza, la sensación de pérdida y desamparo que sentí aquella mañana, pero tragándome las lágrimas conseguí mantener la dignidad y respondí: “A mí no me importa que no me traigan nada, yo lo siento por el abuelo que ya nunca volverá a encontrar las huellas de los camellos en el pasillo”.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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