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Causal de divorcio

OPINIÓN

Causal de divorcio

Causal de divorcio

Adela Celorio

Son menos nocivos a la felicidad los males que el aburrimiento.

C. Arenal

“Nunca no fuma, nunca no bebe, nunca no amigos, sólo trabajo, sólo esposa”, me informó la madre del Querubín en vísperas de nuestra boda, aunque tuvo buen cuidado de no mencionar su adicción. Indudablemente me casé con un hombre muy bueno. No me engaña, no me pega y trabaja a sus horas. “Mi madre es rusa, mi padre polaco, y en mi casa se habla yiddish. Mi mal español lo aprendí de la cocinera de la casa. Me gustaría poder expresarme con la soltura con que tú lo haces. ¿Podrías darme algunas clases?” preguntó el Querubín poco después de conocerme, y yo acepté.

Comenzamos hablando de literatura y para que se identificara le hablé de Canetti, de Kafka, de Bashevis Singer. Era un alumno aplicado y pronto, en un lenguaje bastante fluido, se me declaró. Imaginando que nuestra vida en pareja sería una interesante y divertida conversación, acepté encantada y no me equivoqué.

Su español incrementó bastante mientras me hablaba del viejo barrio de La Merced donde nació y donde siendo muy pequeño, a cambio de unos dulces siguió a una mujer que se lo robó. Su padre se negó a cerrar su negocio para salir a buscarlo mientras su madre sin conocer la ciudad ni hablar una palabra de español, gritó por las calles noche y día hasta encontrar a su niño perdido.

Él me enamoró compartiendo conmigo sus miedos y sus frustraciones mientras bailábamos o viajábamos. Durante algún tiempo consiguió mantenerla bajo control; pero nada es para siempre y cuando la pasión cedió a la rutina conyugal, las palabras empezaron a escasear y retomó su vieja adicción. Aún hoy él sigue siendo tan bueno como me ofreció su madre. Nunca me dice a nada que no. Le pido alguna cosa y dice sí, propongo un viaje y dice sí. Le pido ayuda y dice sí. El problema es que no puede soltar el control de la tele. Repite sí, sí, sí, sin separar los ojos del televisor. Cuando finalmente grito, blasfemo, me desgreño exigiendo un poco de ayuda en la cocina, aparece en calcetines y tan perplejo como si acabara de aterrizar en Neptuno me pregunta: “¿Quieres que te ayude en algo?”. Como lo que quiero en realidad es un poco de compañía y conversación, pongo el sacacorchos y una botella de vino en sus manos. “Ábrela”, le pido, y para darle cierta ambientación al momento, anudo un delantal a su espalda mientras él, botella y sacacorchos en las manos, sólo levanta los codos. Después de un rato de bregar con la botella me la devuelve tapada. “Hay que comprar un sacacorchos nuevo porque este no sirve”, dice, y convencido de que ya hizo suficiente se desliza en sus calcetines hacia la tele.

Después de tantos años yo debería resignarme pero no puedo. Lo alcanzo y le grito, manoteo en el aire, me rompo una uña. “Tu adicción es causal de divorcio”, amenazo, pero él no se inmuta y yo me siento ridícula. Entonces me amanso, vuelvo a la cocina, preparo la cena, descorcho el vino y como soy idiota, lo llamo a cenar. Él responde “sí, ya voy”, pero no viene y yo acumulo rabia y decepción.

Muchas veces pienso en dejarlo pero no lo hago porque ni lo notaría. Tengo claro que yo también lo he decepcionado porque ya no hablo bonito, el carácter se me ha agriado y no hago otra cosa que gruñir, protestar, y lo que mejor me sale es la jeta. Pero eso es durante el día, por de noche la oscuridad me da miedo, los demonios no me dejan dormir, me siento sola, indefensa, culpable. Entonces enrosco sus piernas con las mías y él medio dormido me abraza. Su abrazo me reconcilia conmigo, recupero el sueño y la cotidianidad triunfa de nuevo.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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