La intervención del Gobierno Federal en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Gómez Palacio la semana pasada fue un hecho inédito no sólo en la Comarca Lagunera sino en todo el país. No se recuerda otra ocasión en que autoridades federales tomaron un penal estatal y lo desalojaron por completo para terminar con un foco de delincuencia.
Fue una acción que llegó al menos tres años tarde, pues el Cereso de Gómez Palacio padecía de ingobernabilidad desde que se empezó a poblar de reos vinculados al crimen organizado. La pasada administración federal optó por desestimar el problema aún después del escándalo de los internos que salían para cometer asesinatos en Torreón.
El nuevo gobierno entró con una nueva tónica, a enfrentar el problema desde la raíz. En el proceso, privó a los grupos delictivos que operan en La Laguna de Durango de una base de operaciones, pues en eso se había convertido el penal, y señaló una nueva actitud para enfrentar una crisis de seguridad local.
Por supuesto que el problema no ha terminado. El desalojo del Cereso apunta a un mal mayor: la abdicación del Estado para cumplir la función de encerrar delincuentes y readaptarlos a la sociedad. También abrió un hoyo para la administración local de la justicia, al dejar a La Laguna de Durango sin infraestructura penitenciaria.
La crisis del Cereso puso en evidencia la irrelevancia de las autoridades locales, pero no se les puede marginar tan fácilmente. El gobierno de Durango aún tiene la responsabilidad de procesar y encarcelar a delincuentes del fuero común y para eso deberá hacer una profunda limpieza en sus instituciones, al igual que otros estados.
Ésa es una tarea que sucesivas administraciones estatales han ignorado. La pregunta ahora es si lo seguirán haciendo.