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Como les iba diciendo

CARLOS F. RAMíREZ

Recuerdo como si fuera ayer la forma como nació esta columna en las páginas de El Siglo. Acababa de terminar mis estudios en Los Ángeles, en la USC, donde fui luego de terminar la preparatoria en el Tec de Monterrey. Según la costumbre que existía entonces entre las empresas internacionales que ofrecían trabajo a jóvenes profesionistas, me inscribí y elegí dos ofertas que en orden de importancia me parecieron adecuadas: una era de Ford Motor Company; la otra de Du Pont. (Pero la oferta de Ford era para un puesto que fue aprobado hasta 18 meses después). Como tenía prisa en trabajar, acepté la de Du Pont, en su División Internacional de explosivos. (Eventualmente, en 1954 acepté ir a Ford, donde estuve hasta 1964)

Pero hablemos de Du Pont. Gradualmente me fui enterando que el puesto era como supervisor de control de producción, en su planta mexicana de explosivos industriales; me enviaron dos meses de entrenamiento a una fábrica en Louviers, estado de Colorado, ahí entrenaría seis meses; y mi destino final sería en su planta de México, "Compañía Mexicana de Explosivos" en un lugar llamado... ¡Dinamita! Creí primero que era broma, pero no, así se llamaba el pueblo donde estaba la planta y ni más ni menos que en Durango, a media hora de Torreón (donde vivía mi hermano Miguel Ángel), en el corazón de La Laguna. No cansaré al lector con detalles emocionales de lo que representó volver a estar cerca de alguien de mi familia, puesto que había salido en "exilio" escolar un sexenio antes, dejando atrás a mi Mérida, la de Yucatán, para ir primero al internado del Tec en Monterrey y luego a Los Ángeles. Claro, en ese lapso fui de vacaciones de verano a Mérida unas tres veces; pero cuando uno sale de adolescente y deja a una familia, y pasa la Navidad lejos de ella, es una prueba de fuego a quienes somos mexicanos y queremos a la familia y la tierra.

Eso sí, nunca olvidaré que así fue como maduré, especialmente los últimos 24 meses de carrera, donde tuve que trabajar en los estudios de cine MGM de Los Ángeles (por cierto fue un lagunero quien me consiguió el trabajo, Ricardo Montalbán), y después mi experiencia en responsabilidad y trabajo duro en La Laguna, conviviendo con ejecutivos, empleados, obreros y sus familias pues todos vivíamos en donde trabajábamos, en Dinamita, Durango. Era una comunidad productiva, en un ambiente saludable. ¡Ah!, y desde luego haciendo deporte, algo que junto con el cine y la lectura ha sido siempre el centro de mi vida.

Al principio aprovechaba la hospitalidad de mi hermano y su esposa Chayo; y algunos domingos llevé a mis dos sobrinos, Marcos y Miguel, a nadar a la alberca de Dinamita. Confieso que poco a poco, en cuanto me acomodé a actividades deportivas de fin de semana reduje mis visitas a Torreón. Bueno, esto es un decir, puesto que aparte de ir algunos sábados por la noche a la plaza principal a "sacar agua de la noria", como le decían a ese maravilloso desfile de las chicas más atractivas y sinceras que recuerdo, también tuve la agradable sorpresa de que el caballeroso señor Estrada de El Siglo fuera el "padrino" que permitió el nacimiento de esta columna. Y por si fuera poco, me consiguió un pase para el Estadio de la Revolución. Así entré en contacto con el Unión Laguna de Memo Garibay, y trasnochaba cuando jugaban series donde conocí y viví hazañas y hasta un título de campeón, gracias al pitcheo de Tomás Arroyo, "Balazos" Martínez y el "Toto" Torres; y del oportuno bateo del "Chanquilón" Díaz... Baste decir que cuando en 1955 tuve que dejar Torreón porque Du Pont me llevó a la Capital a su planta de pinturas industriales, esta misma columna que nació en estas páginas siguió saliendo en el diario Ovaciones hasta el 2010, ya que mi admirado paisano y amigo Flavio Zavala Millet (q.e.p.d.) me hizo el favor de publicarla desde 1961. Aquí en Torreón conocí de cerca y admiré a jugadores como Ramón Bragaña y Martín Dihigo, que hubieran sido super estrellas en las entonces discriminatorias Ligas Mayores de beisbol.

Les aseguro que no soy "cobero", y con toda honestidad digo que dejé mi corazón y mi agradecimiento en La Laguna, donde maduré como hombre. Lejos de aquí, nunca dejé de venir a Torreón, ya fuera por trabajo, a dar conferencias, a presentar seminarios de mi especialidad profesional. Cuando decidí independizarme como consultor de empresas en 1982, mi primer cliente, Casa Pedro Domecq, me facilitó venir a Torreón con frecuencia, pues viajando hacia los viñedos de Baja California en el avión de la empresa, siempre pasamos a desayunar en la planta de Torreón. En Domecq coincidí con otro lagunero, Enrique Luengo Macías, a quien considero amigo. Pero pido disculpas por mis divagaciones en esta mi columna de reencuentro con La Laguna y no pude evitar compartir estas vivencias. De aquí en adelante prometo hablar más del deporte, en donde yo he encontrado mi segunda profesión y he vivido experiencias que tendré el gusto de compartir con ustedes. No pude evitar ser tan sentimental, y derramo una lágrima emocionado porque he podido escribir de nuevo esta columna en el mismo periódico que la vio nacer.

Cfr515@charter.net

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