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Conocimiento. Consenso y disenso

ARNOLDO KRAUS

Nadie cuestiona el valor o la utilidad del conocimiento. Su neutralidad, al igual que el de la ciencia, impide asignarle etiquetas políticas o partidistas.

Su uso y mal uso, su distribución adecuada o inadecuada, su utilidad o inutilidad no dependen de él, sino de quienes disponen de sus frutos, y, en ocasiones, de las razones por las cuales se genera. Esa neutralidad se tergiversa cuando se mal usa. Ubicar sus extremos es pedagógico. De la bomba atómica a las vacunas contra la poliomielitis, del uso de seres humanos de raza negra como conejillos de Indias para inyectarles el bacilo de la sífilis y conocer sus efectos a la intubación del agua, de la deforestación del Amazonas a la creación de la imprenta. Cuestionar los derroteros, y reflexionar sobre el uso y abuso del conocimiento es necesario.

Desde la perspectiva de la justicia y, sobre todo, de la justicia distributiva, es adecuado pensar acerca del "problema ético del conocimiento". Aunque no se utilice el término "problema ético del conocimiento", la creciente distancia entre ricos y pobres, entre las posibilidades de enlistarse o no en el tren de la vida, son razones suficientes para vincular conocimiento y ética.
Los eticistas entienden bien el embrollo. Lo explican por medio de una balanza. En un platillo descansan ciencia y conocimiento; el segundo, el del contrapeso, lo ocupa la ética. Tanto los científicos como los eticistas saben que el conocimiento carece de límites. Científicos y diseñadores de tecnología producen y generan productos sin cesar, en ocasiones sin preocuparse de su utilidad o de su destino. Los eticistas, hace décadas, se preguntaban si todo lo que era materia de investigación debería investigarse -la fisión nuclear es un ejemplo-; a la cuestión previa se agrega otra diatriba: si no todos los productos del conocimiento son benéficos -bioterrorismo- y algunos dañan -deforestación-, ¿debería ser obligado reflexionar acerca del "problema ético del conocimiento"? Idóneamente la balanza no tendría por qué inclinarse hacia algún lado. Ciencia y ética tienen el mismo valor.

Los logros del conocimiento son palpables en todos los ámbitos. Su mala distribución también lo es. Esa brecha, cada vez más insalvable, no tiene ni tendrá límites. El valor y el precio que los seres humanos asignan a sus quehaceres y a otros seres humanos es la razón. Esa brecha conlleva lo mejor y lo peor del conocimiento y de sus productos: plaguicidas, antibióticos, pañales desechables, contaminación ambiental. Expone, además, el enriquecimiento y la mejoría en la calidad de vida de los dueños del conocimiento contra el empobrecimiento de quienes padecen las consecuencias negativas del mismo conocimiento.

La brecha crece conforme envejece nuestra especie. Empezó cuando unos descubrieron el fuego y otros no, cuando algunos elaboraron lanzas y otros no, cuando unos encontraron el valor del sedentarismo en contraposición con el nomadismo. Esas diferencias fueron cruciales. A partir de ellas la distancia empezó a crecer. La querella ética, el desasosiego contemporáneo, el cuestionamiento acerca del "problema ético del conocimiento", reside en el uso y distribución del conocimiento. En la época del fuego no industrializado, de las lanzas de piedras y del agua de beber de los ríos aledaños, la magnitud del conocimiento era infinitamente menor cuando se contrasta con los saberes actuales. El quid, a partir de la ética, de la pobreza y de la justicia distributiva recae, paradójicamente, en la distancia generada a partir del conocimiento y la disparidad cada vez mayor entre quienes lo usufructúan y quienes sólo saben de él.

Si se piensa en las discusiones entre ateos y creyentes, entre quienes vindican la existencia de Dios y quienes la niegan, resulta inentendible la parquedad de las discusiones públicas acerca de las caras nocivas del conocimiento. La sociedad ha logrado avanzar cuando se confrontan los derechos de Dios contra los del individuo. Aborto y eutanasia activa son ejemplos. Las discusiones entre creyentes y no creyentes son, salvo por la brutal miopía que mata, bienvenidas. Lo mismo debería suceder entre tecnofílicos y tecnofóbicos, entre quienes laudan el conocimiento por el conocimiento y entre quienes piensan que nadie debería morir por hambre en un siglo lleno de conocimiento y rebosante de injusticia.

Cuestionar los valores del conocimiento, inquirir acerca de sus usos, inquietarse por su distribución cada vez más desigual y preguntar acerca de sus prioridades debería ser obligatorio. En el mundo contemporáneo es inmoral ser optimista. Quizás, a partir de un escepticismo francamente cioranesco, pueda construirse "algo" mejor, "algo" donde el conocimiento sea más incluyente.

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