Durango

CRECEMOS EN IGUALDAD CICLOS DE LA VIOLENCIA NO NACEN DE UN MOMENTO A OTRO

FÁTIMA GONZÁLEZ HUIZAR DIR. INSTITUTO DE LA MUJER DURANGUENSE

A muy temprana edad, a modo de ensayar la sociabilización y las relaciones personales, niñas y niños imitan las conductas que observan en su entorno, ya sea jugando con otras niñas y niños o replicando a los adultos que los tienen bajo sus cuidados o que llaman su atención por alguna razón en lo particular.

Estas acciones infantiles suelen tener diversas reacciones en el mundo adulto, desde su aprobación, manifestada con signos de orgullo, gracia, relatos constantes del suceso, etcétera, o con indiferencia o reprobación, acompañada de represiones, castigos, golpes, entre otros.

En los primeros años de la vida de un ser humano se van formando sus códigos de comportamiento así como se dibujan las líneas que servirán de paradigma para tomar decisiones de muchos tipos.

Una de las formas de elegir los elementos de conducta y decisión están íntimamente relacionados con lo que vemos cotidianamente, con lo que se aprueba o reprueba a nuestro alrededor, con aquellas experiencias que, por primera vez, nos causaron alegría, placer, dolor, confusión o tristeza. La violencia en la pareja es una de estas experiencias.

Según las y los expertos en la antropología de la violencia, la adolescencia es la etapa del ser humano en la que se consolida la forma de relacionarse entre mujeres y hombres. Comienzan los primeros noviazgos, se experimenta con el cuerpo de modo más consciente y se quiere y entiende la realización de acciones que, en alguna otra etapa de la niñez, no se tenían muy claras. Es aquí donde emerge de un modo más evidente el aprendizaje, activo y pasivo, de la violencia en la pareja.

Las y los adolescentes, ya advertidos por las familias y las sociedades de qué roles deben jugar para ser aceptados en su entorno, comienzan a experimentar con la violencia.

Buscar ser novio de una niña por apuesta y ganar, tener el mayor número de parejas posibles, degradar a quienes no cumplen con los estereotipos físicos o sociales marcados en ese momento y lugar, etcétera, son juegos que los adolescentes practican sin comprender en ese momento que están ensayando y confirmando cómo habrán de pensar y actuar en su vida adulta.

La discriminación, la violencia psicológica, la violencia física e incluso la sexual, son, a modo de travesura, la dura transición de la adolescencia a la adultez de mujeres y hombres.

En los noviazgos adolescentes se reproduce el modo en el que las madres y padres se han relacionado ante sus hijas e hijos: ya sea mediante el respeto, las muestras de cariño y el consenso, o bien el miedo a la creación de vínculos emocionales, la indiferencia, el egoísmo o el chantaje, la manipulación, los insultos, los empujones, los golpes, las relaciones sexuales forzadas, la celotipia, la exigencia de alejarse de redes sociales, etcétera.

La contraparte de estas formas de violencia es la tolerancia a las mismas, que también se aprende de las madres y los padres. El miedo al rechazo o al escarnio social, en muchas ocasiones, genera la aceptación de los diversos maltratos y la diversificación de esta pasividad ante la violencia propicia la cosificación de los individuos y la normalización de estos patrones de conducta.

Todas ellos se ejercen, en la mayoría de los casos, sin la conciencia del terrible daño que causan. Simplemente las y los adolescentes no han conocido otra forma de vivir, ni en los espacios privados, ni en los espacios públicos. O bien, prefieren el alto precio de vivir en un contexto agresivo creado por ellas y ellos mismos, a pagar el aún mayor costo de romperlo o contravenirlo sin ningún apoyo eficaz.

En conclusión, es imperante continuar con las políticas de estado preventivas dirigidas a este sector poblacional.

Ya que la violencia es como el cáncer: prevenible, identificable, combatible y curable. En ambos casos se requiere la voluntad de quienes lo padecen y quienes tienen la misión de curarlo, y la mayor oportunidad del éxito de su erradicación está en sus albores. Aprendamos de las y los sobrevivientes. Acerquémonos a ellas y ellos. Trabajemos para evitar lo que es evitable.

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