En una democracia, el único fruto posible de la incertidumbre electoral es la certeza política. Si ese fruto no se da, el cultivo está mal hecho. La incertidumbre es fundamental para elegir en libertad, la certeza para gobernar con mandato y legitimación. Si la una no sigue a la otra, hablar de democracia es un engaño.
Es tan grande esa obviedad que validar el resultado electoral sin reparar cómo se dio es indigno. Lo evidente es que, desde hace años, se dieron los pasos para vulnerar la confianza en las instituciones políticas y, ahora, no cabe el asombro porque la supuesta fiesta democrática adquiere los tintes de un presunto funeral.
¿Por qué asombrarse si a fuerza de abusos, mentiras y engaños, se le negó a la sociedad la esperanza de creer en algo?
Hace tiempo la élite política, formal e informal, alienta la reducción de la democracia a la elección y de la elección a la jornada electoral. Esta vez, fue más allá. Quiso reducir el marco jurídico y procesal de la elección a la firma de un pacto, en la antevíspera del gran día. Lo hecho antes del domingo electoral se quería confinar al campo de la desmemoria, del olvido que perdona y justifica la constante de denigrar la política, vulnerar la democracia, restarle legitimidad a la elección y condenar al fracaso al nuevo gobierno cualquiera que éste sea.
El pacto tenía dedicatoria. Promovido al término y no al inicio de la campaña, colocaba en un predicamento a Andrés Manuel López Obrador. No a Enrique Peña, posicionado en el primer lugar; menos a Josefina Vázquez, instalada en el tercer lugar. Si López Obrador rechazaba suscribirlo, resultaría sospechoso de pretender desconocer el resultado si no lo favorecía; si lo firmaba, tendría que reconocerlo sin importar cómo se hubiera obtenido.
Que "las buenas conciencias" impulsaran ese pacto es comprensible, así son. Que la autoridad electoral fuera testigo, no. ¡Una trampita con certificación oficial!
Ese fue el último eslabón de la larguísima cadena que llevó a restarle credibilidad al proceso electoral.
El eslabón anterior fue el brutal retraso de los partidos -a través de sus bancadas- para integrar el pleno del Consejo Electoral. El proceso arrancó con un IFE incompleto, apenas en diciembre se designó a los consejeros faltantes. ¿Por qué? Por el interés de los partidos no de consolidar al órgano electoral sino de incidir en él. Ese asunto ya no es noticia, pero sin duda repercutió en la credibilidad de la autoridad electoral.
Aunado a ello, una y otra vez las televisoras recargaron su peso sobre los consejeros. Molestas porque la legislación les quitó el negocio de la venta tiempo-aire a los partidos, no dudaron en menoscabar a la autoridad y la ley electoral.
Por si eso no bastara, consejeros y magistrados se debilitaron a sí mismos o entre sí a partir de acciones y disputas que, en vez de consolidar su autoridad, la vulneraba. ¿Cómo creer en el árbitro?
Por su parte, la autoridad política -emanada de una elección que por poco deriva en una crisis constitucional- en vez de reivindicar, justamente, la política y el derecho como las vías civilizadas de la participación, una y otra vez, atentó en su contra.
Bajo la divisa de que en México todos son hechos aislados e inconexos, esa élite quiso hacer creer que política y elecciones nada tenían que ver con cuanto ocurría en el país. La impunidad, la criminalidad, la corrupción, la complicidad con los poderes fácticos o la violencia se pretendieron desvincular del quehacer político y electoral, reconociendo ligas sólo cuando éstas prometían cierta rentabilidad. Igualmente la pobreza, la desigualdad, el desempleo, la violación de los derechos humanos y la falta de oportunidades se expusieron como fenómenos ajenos a la política y las elecciones.
La misma campaña electoral prescindió de la realidad. Todo era futuro, nada presente ni pasado. Se quiso crear la ilusión de que la elección corría por un carril confinado y nada la podría contaminar. Verse en el espejo de la realidad era aparecer aislados de la sociedad.
Por eso tanta mercadotecnia, tantas encuestas y el afán de reducir la memoria a la jornada electoral. Reclamar los términos en que se llegó a ella ponía al descubierto el sendero de la ignominia política y, ante eso, mejor presentar el día de la elección como un momento sublime: aquél donde el ciudadano -rey por un día, súbditos los demás- debe optar por el candidato y el partido de su predilección y luego contar muy bien los votos porque, cualquier error, será de su exclusiva responsabilidad.
Por eso, esa élite no entiende qué rayos andan haciendo los muchachos en la calle, cuando deberían prepararse para la frustración y el desempleo.
Escindir la jornada electoral de su contexto y de su historia es un asunto de sobrevivencia para la clase dirigente. Recordar o reclamar lo hecho y lo deshecho los condena. De ahí, el interés por sólo considerar la cantidad de votos, no la calidad de la elección. No importa contar y recontar los votos una y otra vez, porque el problema no está en la suma sino en la multiplicación.
¿Qué hizo esa élite durante los últimos años? Impulsó la alternancia sin alternativa. Replanteó el reparto, no la reforma del poder. Optó por administrar, no por gobernar. Rechazó empoderar al ciudadano y fortaleció el corporativismo. Privilegió la popularidad por encima de la necesidad. Atendió lo urgente en vez de lo importante. Descabezó algunos cárteles para diversificar la industria criminal. Ordeñó, como el crimen y el sindicato, a Pemex. Renunció a la organización y echó mano de la fuerza. Fomentó la barbarie sobre la civilidad. Selló con fuerza, violencia y sangre su gestión.
Recordar eso cuestiona el ejercicio de ocupar por turno el poder sin modificarlo.
Minucias de ese recuerdo proscrito, la complicidad con la televisión; el destino incierto de la deuda contraída por varios estados; la flotilla aérea al servicio del presunto ganador; el teleprompter leído como biblia; los espectaculares en las azoteas; las tarjetas para hacer efectivo el voto y anular el sufragio efectivo; las despensas; los autobuses a disposición de las fuerzas vivas... Mejor contar otra vez los votos y mirar hacia adelante aunque se vaya para atrás.
El problema de restarle credibilidad a las instituciones es que le abre la puerta a la inestabilidad y la violencia. Alentar el dolor y la ira como únicas formas de participación es provocar una rabia incontenible.
De seguir por ese camino, la élite dirigente puede guardarse su asombro. Ha hecho todo para que la gente no tenga algo en que creer.
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