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Crónica de vacaciones

ADELA CELORIO

 Entre la vieja playa de Caleta y la Base Naval de Icacos, hay muchos modos y precios de disfrutar este puerto. Morena y populosa, la playa de Caleta es en vacaciones el punto obligado de las familias muégano. Papá, mamá, tíos, suegros, compadres y algún vecino que se pega en el último momento; se empacan por estas fechas en un camión de carga con equipamiento de colchones, anafres, y ballenas inflables, para llegar a apersonarse en alguna calle aledaña a esa bahía encantada, donde las abuelas con su llanta salvavidas a la cintura se aventuran en la orillita de las olas mansas y la mamá lidia con los chiquillos mientras cerveza en mano, papi y el compadre beben cerveza a la sombra de una palapa. Días circulares de sol, playa y montones de fotos tomadas con los celulares para al regreso, provocar la envidia de los que no pudieron venir.

Con el padrinazgo de Carlos Slim, muy pronto esa zona recobrará el glamur que le dieron en otro tiempo personajes como Miguel Alemán o Agustín Lara y su María Bonita. Dejando atrás Caleta y Caletilla y pasando por el Club de Yates y el embarcadero, se llega al impresentable y caótico centro de Acapulco con sus hoteles y comercios decadentes, un pequeño malecón y la magnífica vista de la bahía; tapada por los edificios construidos sobre la playa, entre ellos el de la aduana. Siguiendo por la Costera sólo se vuelve a tener vista y acceso al mar hasta llegar a las suaves y tranquilas playas de Hornos y Hornitos donde se puede nadar y comprar a los vendedores ambulantes platería, ropa de playa, lentes, relojes, sombreros, helados, cocos, camarones. Hay de todo menos línea blanca.

Más adelante y oculta por grandes hoteles y restaurantes, está la playa de La Condesa con sus olas agresivas y su turismo sexual donde es frecuente ver a jóvenes autóctonos emparejados con viejos extranjeros de piernas varicosas y panzas de pescado. Dos kilómetros más adelante (conste que mi medida personal nada tiene que ver con los kilómetros de mil metros) se encuentra Costa Azul, la clase mediera zona donde sobre el hoyo dos del Club de Golf más antiguo de Acapulco, se ubica la casa -que no es casa porque es apartamento- que compartimos el Querubín y yo. Ahí en el noveno piso y con una magnifica vista de la bahía, yo limpio, cocino, escribo, recuerdo, imagino, sueño, mientras el Querubín se desparrama frente a la tele. ¡Carajo, también son mis vacaciones!, pensé una de esas tardes en que él se encontraba en estado catatónico frente a la pantalla donde el América a patadas le disputaba el balón al Guadalajara; y me fui sola a disfrutar del atardecer que es el momento en que la gente, ahíta de sol, refrescada y bonita, sale en busca de diversión a los restaurantes, bares, clubs de playa y discotecas que hacen de esa, una zona vibrante y musical.

Cansada de caminar, hice escala en un imprescindible Sanborn's para hojear revistas y adquirir el periódico del día. Bien equipada con mi material de lectura, me senté en el bar a tomar un Manhattan, y cuando empezaba a disfrutar trago y periódico, un hombre alto, macizo y de bastante buen ver, se acercó a mi mesa y con los mejores modos preguntó si se podía sentar. ¡Jesús! Y yo que tenía cara de vinagre, no dije ni sí ni no, pero sonreí. Impecable en su pantalón y camisa de lino blanco, guapo el señor y yo tan playera, sin siquiera un retoque de maquillaje, sin rimel ni nada… Después de tomar asiento, el guapote se identificó como italiano recién avecindado en Acapulco, y tras un breve intercambio de información, en un español macarrónico preguntó: ¿Vives aquí? ¿Tienes cocina? ¿Cacerolas? La verdad es que me pareció una manera novedosa de introducirse, y de buena gana respondí que sí, si, sí; a todas sus preguntas. ¿Me permitirías cocinar una cena para tí? Y yo… encantada, casi podía oler una espléndida pasta, la albahaca en la ensalada, el bermellón del Quianti en las copas… ¡Dios! ¿Y qué me voy a poner? Tal vez sea la ocasión perfecta para estrenar el vaporoso vestido que compré en la barata de Zara… Todo eso pensaba cuando el hombre puso en mis manos su tarjeta: Chef Luigi Carbonell. Servicio a domicilio, precios razonables. "Si me promocionas invitando a diez amigos, la primera vez no te cobro", dijo y se despidió.

Yo que volví a la casa clamando venganza, nomás llegar le dije al Querubín: ¿Sabes? Mientras tú veías el fut, un italiano guapísimo me echó los perros. -¿A sí?- dijo y cambió el canal. Pero como la frustración no me exime de terminar esta crónica, debo añadir que dejando el viejo Acapulco por la carretera panorámica, se llega a la opulenta zona de Punta Diamante donde jóvenes rubiecitos recorren las playas en sus cuatrimotos y mujeres sofisticadas lucen a mar abierto sus cuerpos torneados a golpe de bisturí; mientras sus ricototes maridos beben y miran el fut en el bar.

Adelace2@prodity.net.mx

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