Una piel ligeramente bronceada resiste mejor las infecciones e incluso las quemaduras del sol que una piel pálida, sobre la que nunca incide la luz. INGIMAGE
Las propiedades de esta estrella llevan siendo veneradas durante siglos y ha constituido todo un símbolo para culturas muy diferentes entre sí. Sin embargo, no todas sus propiedades son buenas, por lo que saber discriminar es igual de fundamental que saber aprovechar sus beneficios.
Una piel ligeramente bronceada resiste mejor las infecciones e incluso las quemaduras del sol que una piel pálida, sobre la que nunca incide la luz. De hecho, muchos dermatólogos basan una parte de sus tratamientos de dermatitis en el sol, cuyos rayos fortalecen el sistema inmunitario y el sistema cardiovascular, con lo que mejora la circulación de la sangre, el pulso, la presión arterial. El sol también es positivo para el funcionamiento del hígado, y se suele recomendar en caso de padecer ictericia, así como para los pulmones, a los que ayuda en su trabajo eliminando sustancias que el cuerpo no necesita a través del sudor. En caso de artritis, además, puede combatir la hinchazón de las articulaciones.
Se dice también que es un gran generador de buen humor, energía y optimismo, ya que ayuda a liberar endorfinas, las hormonas relacionadas con el bienestar. Además, este argumento siempre se apoya con los ejemplos de culturas en las que tienen una incidencia muy grande del sol, respecto a las que tienen pocas horas de luz. En las primeras, se detecta un tipo de bienestar relacionado con la tranquilidad y la relajación que solo puede entenderse con el hecho de que la endorfina permite calmar el cuerpo y, de ahí, a que esta sensación pueda transformarse en buen humor y energía.
Por otro lado, la piel sintetiza vitamina D con el sol, que es básica para los huesos y para que los intestinos absorban de manera adecuada el calcio. Además, esta vitamina impide el desarrollo de algunas células cancerígenas, sobre todo las relacionadas con el cáncer de colon, de pecho y la leucemia y los linfomas. Sin embargo, se ha sabido que un 80% de la población mundial tiene deficiencias de vitamina D, lo que se explica por la creencia de que el sol es negativo para la piel, y que debemos protegernos de él.
En efecto, el sol nos transmite dos tipos de radiación ultravioleta que suponen la dualidad común en todas las cosas: una es positiva (UVB) y la otra, negativa (UVA). De manera irónica, cuando nos protegemos con cremas solares solemos prevenir solo la radiación UVB, que es menos agresiva que su contraria, aunque es la que nos provee de vitamina D.
Por lo tanto, la clave se encuentra en evitar excesos, pero en conseguir nuestra dosis diaria de vitamina D, en los casos posibles, que se calcula en 15 o 20 minutos de exposición en las pieles claras, y sin ningún tipo de protección solar, aunque este tiempo debería aumentar en función de que tan oscura sea la piel.