De héreo a villano. El expresidente Hosni Mubarak, recibió su sentencia de cadena perpetua en una camilla.
Héroe de guerra, salvador de la patria, y ancla de la estabilidad en una convulsionada región. Y en el ocaso de su vida, pasó a ser un delincuente común convicto por su participación en las muertes de los que se afanaron por derrocarlo.
Hosni Mubarak fue condenado el sábado a cadena perpetua por complicidad en la matanza de manifestantes durante el levantamiento popular de 2011 que lo desalojó del poder. Sus hijos Gamal y Alaa fueron declarados inocentes de cargos de corrupción.
Fue un final vejatorio para un líder que llegó al poder después de que unos extremistas islámicos asesinaron a su predecesor Anwar el Sadat y guió la nación en medio de guerra, terrorismo y el integrismo religioso. Mubarak, de 84 años, escuchó el fallo desde una camilla en la jaula de los acusados, rodeado de sus hijos y excolaboradores acusados de diversos delitos durante casi 30 años de mandato personalista. El falló podrá ser apelado.
Esa escena contrastó con la imagen que intentó proyectar Mubarak como "padre de la nación". Al principio de su mandato, su carácter severo y opaco fue bien recibido como contraste al destructivo carisma de Gamal Abdel-Nasser y el temperamento veleidoso de Sadat.
A medida que Mubarak se afianzó en el poder, el statu quo que personalizó fue motivo de descontento y odio entre sus conciudadanos. Al igual que la Gran Esfinge que ha permanecido inmutable con el transcurso de los siglos, el mandatario presidió una sociedad en la que las masas tuvieron que vestirse y alimentarse por su cuenta mientras que los países del Golfo de Arabia, otrora poco más que oasis en el desierto, acapararon el papel desempeñado antes por Egipto.
En el país, Mubarak, sus veteranos generales y capitanes de empresa no pudieron contener la indignación popular que latía en este país de 80 millones de personas, la nación más poblada del mundo árabe.
Mubarak mantuvo la paz con Israel y evitó a Egipto el azote del extremismo islamista. Encaró los problemas que aquejan desde hace tiempo al mundo árabe: sofocante corrupción, el conflicto palestino-israelí y el integrismo religioso. Las reformas económicas fomentaron el crecimiento, pero sus beneficios sólo fueron disfrutados por unos pocos.