Los mensajes.
Los que a diario nos manda El Señor.
Para ver si los atendemos, o cerramos los ojos.
Y hacemos como que no vemos, ni oímos, ni sentimos.
Porque nos encerramos en nuestro egoísmo y nada ni nadie nos interesa.
Por eso, ¿cómo va a ser posible que veamos que el gran aguacate, tan triste y desnudo el año pasado después que por aquí pasó El Expreso de Siberia esté hoy vestido todo de verde y que haya vuelto a ser el multifamiliar que alberga nidos de colibrí por todas partes?
Y no sólo eso, por entre el tupido follaje asoman ya bolitas verdes que día a día van creciendo y que dentro de un mes o más se irán tornando oscuras.
Para anunciarnos que los sabrosos aguacates están listos para deleitarnos el paladar.
Afuera de la casa está sentado Chencho.
El hombre ha de tener entre 85 o 90 años.
Apenas ve salir al dueño de la casa Chencho lo aborda preguntándole:
¿Qué ha pensado de lo que le dije el otro día?
El señor ya ni se acordaba, así que le contesta con otra pregunta:
¿De qué Chencho?
De esos terrenos olvidados donde quiero sembrar algo. La tierra es para trabajarla, no para estar de ociosa, -responde Chencho y agrega- es como uno necesita ser útil o se acaba más pronto.
Y aquel hombre, que aparece cansado, da una lección de vida, fuerza y amor al trabajo a otro más joven.
En la esquina del bulevar Miguel Alemán el semáforo se pone en rojo y el automovilista detiene la marcha del vehículo. Se acerca una niña tarahumara que extiende un canastito, pidiendo ayuda.
¿Cómo te llamas?
La menor dice. Angélica.
Si no te diera dinero, ¿qué otra cosa te gustaría?
La niña sin pensarlo contesta. Estudiar, como mi hermano que ya sabe leer.
Y señala a un niño mayor que ella que entretenido en vez de pedir, lee el periódico.
De estos mensajes que el Señor manda, hay muchos todos los días.
