Llueve.
Y esto lo escribimos en una tarde de lluvia de principios de junio.
Estamos en una casa del campo lagunero, donde los árboles y las plantas con sus flores se bañan a placer, después de tanto tiempo de sequía.
Nada como la lluvia que esta vez llegó con fuerza y se ha convertido en un aguacero tranquilo, que nos permite escuchar con claridad las notas del Concierto 21 de Mozart.
Es que la lluvia siempre nos ha gustado, nos inspira a escribir, a leer, a escuchar música y a recordar.
Como olvidar el tiempo que vivimos en Coyoacán por Carrillo Puerto, junto al Zócalo, con sus tardes y noches bañadas por la lluvia.
Cómo olvidar los atardeceres caminando por sus hermosas calles, adornadas por tantos árboles y las flores de mil colores que se asomaban por las casas, como prolongación de las altas paredes.
Eran los tiempos de mucho caminar en pareja, para que el primer hijo que venía en camino se fuera acomodando. Y en ese barrio tan hermoso llegó al fin a este mundo, cambiándonos para bien la vida.
El otro retoño, sería orgullosamente lagunero, y nacería en tiempos en que llovía mucho y las presas se decía podrían ser arrasadas por tanta agua, mientras los pobladores, asustados unos y valientes otros se negaban a dejar sus domicilios y sus pertenencias, sin atender a la autoridad que hablaba de evacuar o de buscar refugio en los cerros cercanos.
Esta lluvia que cae todavía en Primavera, pues el verano se anuncia para el 20 de este mes, se siente fresca y muy agradable, después de padecer días con 42 y 43 grados que a la gente mayor no nos agrada.
Cerramos los ojos, las notas de Mozart terminan y en nuestro cerebro empiezan a saltar las notas de una canción que de niños entonábamos en tardes como ésta.
Qué llueva, qué llueva la Virgen de la Cueva.