Muy conocido es el cuento llamado "Que hable Pérez". Por primera vez se lo oí a don Ruperto Viveros, querido personaje de Monclova, conversador insigne y hombre de extraordinaria calidad humana. Ahora lo dice con igual gracia y donosura su hijo, el profesor Víctor Viveros Saldierna, que ha heredado las cualidades de su padre. Travieso y picarillo es ese cuento, y hoy lo evoco a petición de numerosas familias que no vinieron. La historieta tiene el señalado mérito de hacer reír con las mismas palabras repetidas una y otra vez, lo cual es virtud grande, pues así todo queda librado a la imaginación de quien escucha el chascarrillo. Helo aquí... Sucedió que en la Ciudad de México un diputado federal hizo renuncia de su cargo por motivos de salud. El partido al que pertenecía llamó al suplente, un cierto político de pueblo. Los habitantes del lugar se llenaron de orgullo por la designación de su conciudadano, y en masa fueron todos a la estación del tren a despedir el nuevo diputado, que partía a la Capital de la República a cumplir su importantísima encomienda. Llegó el flamante legislador entre los vítores de sus paisanos; subió al vagón, y desde la escalerilla se volvió a la muchedumbre para despedirse agitando su sombrero con majestuosos ademanes. En eso se escuchó un estentóreo grito salido de la multitud: "¡Que hable Pérez!". Ese tal Pérez era uno de los notables del pueblo, amigo del recién designado. Aunque nadie lo había oído nunca hablar se hizo un profundo silencio entre la concurrencia para escuchar su intervención. Circunspecto, grave, subió Pérez a la escalerilla, se puso junto al diputado y lo apostrofó, vibrante, en los siguientes términos: "Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar". Una atronadora salva de aplausos saludó el enérgico discurso de Pérez, que al momento quedó consagrado como orador supereminente, a la altura de un Macaulay, un Urueta o un Castelar. Después de unas semanas aconteció que el boticario del lugar pasó a mejor vida. El pueblo entero volvió a congregarse para acompañar al difunto y su familia al cementerio. Cuando ya el féretro iba a bajar a la tumba volvió a escucharse la misma voz, ahora más comedida, por respeto a la ocasión: "Que hable Pérez". Poseído de su importancia de orador oficial del pueblo, Pérez se plantó frente al ataúd. Tanto éxito había tenido su anterior discurso que aquel Demóstenes decidió repetirlo. Así, dijo Pérez con acento magnílocuo dirigiéndose al difunto: "Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar". En esta ocasión el discurso -al menos así le pareció a Pérez- no tuvo el mismo efecto de la vez pasada. Transcurrieron los días, y se llevó a cabo una boda. Terminado el banquete nupcial, cuando los recién casados se disponían ya a salir a su viaje de luna de miel, se oyó entre los asistentes al festejo otra vez la misma voz: "¡Que hable Pérez!". Y habló, claro, el célebre orador. Dirigiéndose al novio le espetó aquellas mismas palabras que se sabía tan bien: "Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar". De sobra está decir que Pérez no fue invitado nunca más a hablar en público... FIN.