El lunes no es el primer día de la semana: es el segundo.
Y nunca segundas partes fueron buenas, si se exceptúan el Quijote y El Padrino. El primer día es el domingo, día del Señor, que se lo reservó para sí en eterno monopolio. Reza un apotegma jurídico que el primero en tiempo es primero en derecho, y el Señor existe desde antes de que existiera la existencia.
A propósito del segundo día postula un dicho popular: “El lunes ni las gallinas ponen”. Y es que el gallo, supongo, también se toma el lunes, al modo de los albañiles y demás compañeros artesanos. Los morriñosos días de principio de año son todos lunes para mí. “¡Güeva: deja este cuerpo chambeador!”, demanda un travieso correo.
Y otro no menos picaresco aconseja que después de la temporada “Lupe Reyes” nos dispongamos a celebrar la que sigue, llamada “Vale Madre”, que abarca desde el 14 de febrero, día de San Valentín, hasta el 10 de mayo, dedicado a las madrecitas.
Pero hoy es lunes, y ni pa’ dónde hacerse. Las ganas de trabajar siguen de vacaciones todavía. Cansino, amodorrado, dejo entonces que otra pluma mejor que la mía escriba mi columna de hoy.
En su espléndido artículo de ayer en El País esa talentosísima señora que es doña Elvira Lindo expresa una serie de “deseos inmateriales” que comunica a sus lectores. Los transcribo, resumidos: “Deseo tener el valor de expresar lo que pienso y no lo que ustedes esperan que piense... Espero no apuntarme jamás a ningún linchamiento... Deseo no tener ese tipo de lectores que en cuanto expresas una opinión con la que no están de acuerdo, dicen, ‘ah, me has decepcionado’.
Es legítimo que yo piense, ‘no, no, el que me has decepcionado eres tú, querido/a’... (Espero) vencer el miedo que provoca expresar una opinión impopular... Deseo también que en mi país sean aceptadas las opiniones opuestas, que no se trate de mermar la libertad de expresión con boicoteos o campañas de descrédito”.
Hago mías las palabras de doña Elvira, y declaro que por el brillo de sus ideas me parece doña Sol. Procuraré ahora despejar la calígine del lunes con una serie de inanes cuentecillos que dispongan el ánimo para reiniciar -pero hasta mañana- la tarea.
En la clase de Biblia el padre Arsilio preguntó a los asistentes cuál es la diferencia entre adulterio y fornicación. Una señora levantó la mano. “Padre -dijo-, yo he cometido los dos pecados, y creo que son la misma cosa”. Bustolina Grandchichier, vedette de moda, lucía tres o cuatro curitas, vendoletas o tiritas en cada uno de sus opimos hemisferios pectorales.
Le preguntó, escéptica, una amiga: “¿Y como cuántos años tiene el bebé que dices que te mordió?”. Terminado el trance de amor, la chica le dice a su galán: “Ahora ya no soy virgen. Me juré que no entregaría mi virginidad sino hasta que encontrara a un hombre guapo, inteligente y simpático. Sólo a él le ofrendaría la nunca tangida gala de mi doncellez”. “¡Caramba! -exclama él, halagado-. Te agradezco que hayas visto en mí esas cualidades”. “No -replica la muchacha-. Lo que pasa es que me cansé de esperar”. Harún, el hijo del sultán Ahmed, alcanzó lamayoría de edad, y su padre le regaló un harén que encargó a Persia, y que llegaría el mismo día del cumpleaños del muchacho.
El orgulloso genitor le ordenó al médico del sultanato, el célebre Avicénez, que le diera al joven un potente afrodisiaco. “Y ponga una dosis extra -lo instruyó-. No quiero que mi hijo quede mal con sus odaliscas”.
El facultativo le administró al joven Harún la fuerte pócima, y el mancebo se dirigió al serrallo con premura, pues de inmediato empezó a sentir el efecto de aquel vigorizante elixir. Al día siguiente Harún regresó con el doctor y le pidió unas pastillas analgésicas. Inquirió el galeno: “¿Te duele tu parte de varón a consecuencia del intenso trato con las huríes?”. “No -explica mohíno el muchacho-.
El harén no llegó. Lo que me duele es el brazo. (No le entendí). FIN.