Sobre aviso no hay engaño: el chiste que en seguida narraré es en extremo pelandusco. Las personas con escrúpulos morales ni siquiera deberían posar en él la vista. Terminó el acto amoroso, y el galán se intrigó al ver que su pareja seguía jugueteando, traviesa, con las partes nobles de él: le acariciaba tiernamente los testes, dídimos o compañones. "¿Por qué haces eso?" -le preguntó, divertido. Responde la pareja: "Es que extraño los míos". Un hombre joven bebía su copa, solitario en la barra de la cantina. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, le preguntó: "¿Qué le sucede, amigo? ¿Por qué está usted tan triste?". Responde el otro con pesaroso acento: "Soy hijo único de mi padre viudo. Él enfermó de gravedad, y me dijo que me heredaría su fortuna. Entonces me animé a proponerle matrimonio a la chica de la que siempre he estado enamorado. Le dije: 'Sé que no te merezco, pero mi padre morirá pronto, y heredaré sus millones'. Ella aceptó mi proposición matrimonial. La llevé entonces a presentarla con mi padre". "¿Y él la rechazó?" -pregunta el cantinero. "No -estalla en sollozos el muchacho-. ¡Ahora es mi madrastra!". (Nota: muchos hombres deben su éxito a su primera esposa, y su segunda esposa a su éxito). Hay pobres infelices tan pobres que lo único que tienen es dinero. El grave suceso del empresario que golpeó y vejó con insultos discriminatorios a un empleado del edificio donde vive avergonzará de por vida a ese violento individuo, cuyo nombre no pongo aquí porque ha sido ya suficientemente propalado, y porque ni su familia ni la ejemplar comunidad a la que pertenece tienen culpa de lo sucedido. Sanarán las heridas físicas -y quizá también las morales- que su víctima sufrió; pero el prepotente individuo cargará siempre las consecuencias de la injusta agresión en que incurrió. Para efectos legales la situación queda zanjada con el arreglo a que el empresario llegó con la persona a la que en forma tan cruel maltrató y humilló, lo mismo que por la obligada disculpa que pidió y por la disposición que ha mostrado para recibir tratamiento psicológico. (Ciertamente le urge: el señor parece ser de esas personas que en su círculo de trabajo, y entre sus allegados, es menos amado que temido). Haga lo que haga, sin embargo, el recuerdo de su acción brutal lo acompañará en forma permanente. A todos nos debe avergonzar lo sucedido. Primero, porque todos compartimos ese agrio poso de la naturaleza humana que nos incita al mal. Y luego porque vivimos en un país donde los pobres son tan pobres que deben renunciar hasta al más elemental de los derechos naturales: el de la legítima defensa. Por temor a perder su empleo -lo muestra dolorosamente el video en que quedó grabado el acontecimiento- ni la víctima se defendió del ataque de su agresor ni sus compañeros de trabajo hicieron nada en su defensa. Con tal de poder seguir llevando el pan a sus familias soportaron la bárbara acometida de este hombre violento. Ojalá ese triste suceso nos mueva a todos a tratar de ser mejores personas, y a buscar, cada uno en su propio ámbito, formas de convivencia menos injustas y más igualitarias. Con un buen cuento pondré piadoso bálsamo que alivie la pesadumbre de la anterior reflexión. Un anciano iba por la calle cuando en la esquina lo abordó una prostituta. "Abuelo -le dijo-, venga conmigo y le haré pasar un agradable rato". "Ya no puedo" -respondió con feble voz el veterano. "Vamos -insistió la furcia-. Por lo menos hará usted el intento". El viejecito accedió, y juntos fueron a un hotel de barrio. Ahí el señor sorprendió a la suripanta haciéndole tres demostraciones seguidas de erótica pasión. "¡Abuelo! -exclamó la muchacha llena de admiración-. ¿No dijo usted que no podía ya hacer el amor? ¡Lo hace como si tuviera 20 años!". "No -aclara el ancianito-. Follar sí puedo. Lo que no puedo ya es pagar". FIN.