Esta es la extraña historia del perico que se comió una pastilla de Viagra. Sucede que un señor puso la pastillita azul en el buró, al lado de la cama, para usarla en el momento debido. Para usar la pastillita, quiero decir. (Bueno, y para usar también la cama). La esposa del señor tenía un perico. El pajarraco, que solía pasear por toda la casa a su placer, subió a la cama, vio la pastilla en el buró, y antes de que el señor pudiera detenerlo dio buena cuenta de ella. Quiero decir que se comió el Viagra. "¡Maldito perico! -clamó el hombre hecho una furia-. ¿Acaso me como yo tus galletitas? ¿Por qué te comiste tú mi Viagra, que me hace más falta que a ti tus galletas? ¡Abominable loro! ¡Por tu culpa hoy en la noche tendré que ponerme a hacer crucigramas!". El cotorro, asustado, oía la andanada de invectivas que le lanzaba el indignado jefe de la casa, y se tapaba la cabecilla con las alas para protegerse de sus iras. "¡Ahora lo vas a ver! -rugió el señor-. ¡Te voy a castigar en tal manera que no te quedarán ganas de volver a comerte, infame, lo que no te pertenece!". Así diciendo el hombre tomó al perico y lo metió, iracundo, en el congelador del refri. Tras hacer eso salió bufando de la casa y fue a un bar cercano a desahogar su justificada cólera bebiendo una cerveza o dos. Ahí encontró a unos amigos, y entabló con ellos animada charla, tanto que pronto se olvidó del loro. Caía ya la noche cuando de pronto dijo uno de los amigos: "Sé un cuento muy bueno. Sucede que unas monjitas tenían un perico". "¡El perico! -clamó el señor dándose una gran palmada en la frente-. ¡Se me había olvidado!". "¿Qué perico? -preguntaron ellos. El hombre les contó lo del loro que se había comido su pastilla de Viagra, y cómo para castigarlo lo metió en el congelador. "¡Voy ahora mismo a sacarlo!" -dijo muy preocupado levantándose de la mesa. "Ya ni vayas -le aconsejó uno-. A estas horas el pobre cotorro ha de estar hecho paleta". Respondió consternado el señor: "Mi mujer me matará si se entera de lo que le hice al loro. Ese cotorro ha sido su adoración desde que nos casamos. Lo sacaré del congelador antes de que mi esposa llegue; le daré sepultura en el jardín, y le diré que el perico se salió de la casa, y que no lo pude hallar. Ojalá me crea esa mentira". Se apresuró, pues, el hombre hacia su casa. Cuando llegó se tranquilizó algo al ver que su esposa aún no había llegado. Fue a la cocina entonces, y abrió la puerta del congelador, seguro de que iba a encontrar al loro convertido en hielo. Cuál no sería su sorpresa al ver que el loro no se había congelado: estaba vivito y coleando. Eso llenó de asombro -y de alivio- al individuo. Pero algo más lo dejó estupefacto, patidifuso y turulato, tanto que no podía dar crédito a lo que sus ojos contemplaban: el cotorro estaba sudando copiosamente, como si en vez de estar en un congelador se hallara en una playa tropical, expuesto a los rayos del más candente sol. "¡Periquito! -le dijo el señor lleno de ansiedad-. ¡No te congelaste!". Contestó lleno de rencor el loro: "Es lo que tú habrías querido, desgraciado. Pero aquí estoy, dispuesto a seguir dándote lata por medio siglo más. ¡Desdichado! ¿No te da vergüenza haberme dejado en el congelador todo este tiempo?". "¡Perdóname, lorito! -le suplicó el señor, contrito-. A cambio yo te perdonaré haberte comido mi pastilla de Viagra". "Está bien -concedió el perico, generoso, haciendo con el ala un ademán magnánimo-. Pero que no se repita esto. Y no vuelvas a dejar por ahí otra de esas pastillitas azules, porque me la comeré igual que me comí esta". "No sucederá, te lo prometo -aseguró, compungido, el señor-. Pero dime: ¿por qué te hallé sudando tan copiosamente?". Responde el loro: "¡Anda! ¡No sabes el trabajo que cuesta abrirle las patitas a una pavita congelada!". FIN.