Era un borracho este cabrísimo grandón, un briago consumado.
Su esposa le afeaba su conducta: le decía “vicioso”.
Al final del mes él le entregaba un costal de buen tamaño
lleno de las botellas vacías de los infames chíngueres
que se había tomado, y de las latas, igualmente vacías,
de cerveza. “Anda -le ordenaba-. Ve a venderlas. Pa’ que
veas que no bebo por vicio, sino por negocio”... En todas
partes de este país hermoso, el nuestro -y vaya que tiene
muchas partes-, hay escritores y cronistas que se ocupan
con cariño de recoger los hechos y los dichos de la gente.
De no ser por ellos se perdería el riquísimo tesoro del ingenio
popular. Merecen, por lo tanto, elogio y gratitud.
A esa noble especie de relatores pertenece Rodolfo Rascón
Valencia, sonorense, a quien sin conocer saludo. Él
narra en su sabroso libro “¡Uta, qué risión!” el cuento que
abre hoy esta columnejilla. Y otras cosas de gracia y donosura
pone en su obra don Rodolfo, cosas dichas por
hombres y mujeres que habitan la sonora geografía de
Sonora: Babiácora, Aribabi, Bacadéhuacho, Cucurpe
(donde cantó la paloma), Ópoto, Ímuris, Tepopa, Pitiquito,
Sahuaripa, Nácori. Recuerda al padre Cornídez, de
quien don Juan Navarrete, obispo, dijo: “Es un santo loco,
o un loco santo. ¡Pero loco!”. De cierto beodo cuenta
que pidió en la cantina una cerveza para curarse “el bolón
de lumbre que le paseaba desde la boca hasta la contraboca”.
El cantinero le informó al temulento: “La cerveza
está caliente”. “No le hace -gimió el crudo-. ¡La agarro
con un trapito!”. Habla de Chico Villa, formidable inventor
de mentiras, que relataba cómo un oso raptó a su
hermana y se la llevó al monte. Ya no la volvieron a ver.
Años después, al ir por entre el bosque el señor Villa, se
topó con unos oseznos. “Me vieron los animalitos y empezaron
a gritar: ‘¡Amá, amá, mi tío Chico!’”. Memorias
del Querrirro, componedor de sombreros y versificador
filósofo: “Mi Dios, con su gran poder / y su gran sabiduría,
/ nos ha de dar de comer, / o se acabará la cría”. Y la
ocurrencia de don Lupe Murguía, que conforme al uso de
por allá decía “un cien” para indicar 100 pesos. Unos músicos
le preguntaron qué pieza quería que le tocaran. “Tóquenme
-dijo- aquella del amigo que metía su dinerito debajo
de la almohada”. Quería que le tocaran la canción
que el pueblo hizo con la letra del Nocturno a Rosario, de
mi inmortal paisano Acuña, uno de cuyos versos dice:
“De noche cuando pongo mis sienes en la almohada.”.
Creía don Lupe que “sienes” eran billetes de 100. La historia,
bella y mágica, que contaba otro gran tejedor de fantasías,
don Zenón Lucero. En el curso de un viaje se vio
obligado a dormir en pleno campo.Afin de protegerse del
intenso frío, y para alejar a los mochomos, que son hormigas
arrieras de dolorosa picadura, encendió una hoguera.
En seguida fue a traer agua del arroyo. “Al volver,
¡anda vete lumbrita! Ni rastros de ella encontré. De repente
miré a lo lejos cómo la faldita del barranco se iluminaba
con cientos de lucecitas en movimiento. Tomé el rifle
en una mano y un crucifijo en la otra, y me dirigí a
investigar el asunto. ¡Era un chorro de mochomos que llevaba
cada uno una brasita, para calentarse ellos también!”.
Cuando después de una sequía prolongada se formaron
algunas nubes, la gente tuvo esperanzas de lluvia.
Pero el avaro cielo dejó caer sólo unas cuantas gotas. Y dijo,
pesaroso, el Ramonsón Morán: “¿Qué no le dará vergüenza
a mi Tata Dios llover así?”. Aquel toro viejo que
les brincaba con ímpetu a las vacas, sólo para bajarse luego,
abochornado, sin que nada de lo esperado sucediera.
Irritado, dijo el dueño del animal: “¡Toro chingao! ¡Bueno
está ya pa’ echarlo a la carreta!”. “Si a esas fuéramos
-comentó su mujer- desde cuándo te hubieran echado a la
carreta a ti”. Yo le agradezco a don Rodolfo RascónValencia
el regalo de ingenio sonorense que en las páginas de
su libro hallé. Ojalá hubiera en México muchos escritores
como él. FIN.