"Salgamos a divertirnos esta noche" -le propuso el marido a su esposa. "¡Fantástico! -se alegró ella-. El que llegue al último apaga la luz"... En su lecho de agonía el señor le dijo a su mujer: "De los 10 hijos que tenemos pienso que el menor no es mío. Dime la verdad, para poder morir en paz". "Es hijo tuyo -respondió la esposa-. Lo juro ante Dios". El señor, entonces, cumplió su ofrecimiento y murió en paz. Y dice la señora para sí: "Menos mal que no preguntó por los otros nueve"... Rosilita era alumna de un colegio en el cual las maestras calificaban a las alumnas con el sistema americano, usando letras en vez de número: la A correspondía a la máxina calificación; la F a la más baja. Cierto día Rosilita hurgó entre las cosas de su mami y dio con su licencia de manejar. Después de examinarla concienzudamente le dijo a su mamá: "Ya sé cuántos años tienes: 35". "Así es, en efecto -sonrió la señora-. Esa es mi edad". "Y también sé -prosiguió la chiquilla-, por qué mi papá se divorció de ti". "¿Por qué?" -preguntó, inquieta, la mamá. Contesta Rosilita: "Sacaste una F en sexo"... Don Adolfo Ruiz Cortines posee un rico anecdotario. Con lo que de él se cuenta podrían llenarse varios tomos de tomo y lomo. Sucedió, según cierto relato, que siendo don Adolfo presidente de la República un compadre suyo, vecino de un pequeño lugar del sur de Veracruz, le pidió apoyo para ser alcalde de su pueblo. Bien conocía don Adolfo a su compadre: era bien apreciado en su comunidad; formaba parte de varios clubes de servicio, en los cuales hacía obras benéficas; gozaba bien merecida fama de hombre trabajador y honrado; se conocían sus dotes de esposo fiel y excelente padre de familia. Así pues le sugirió que diera a conocer en el pueblo su aspiración de ser alcalde; seguramente recibiría el apoyo de la población, al cual añadiría don Adolfo, oportunamente, su respaldo para llevarlo al anhelado cargo. Pero ¡ah la política! No habían pasado ni dos semanas cuando el compadre de Ruiz Cortines hizo otra vez el viaje a México y se le apersonó de nuevo en el Palacio Nacional. "¿Cómo le va, compadre? -le preguntó, solícito, don Adolfo-. ¿Qué me dice de su proyecto? ¿Han ido bien las cosas?". "Compadre -respondió compungido el lugareño-, vengo a pedirle, a rogarle, a suplicarle, que me haga el grandísimo favor de ir conmigo a mi pueblo". "¿A apoyar su campaña, compadre?" -preguntó don Adolfo. "No -contestó el otro-. A la campaña ya renuncié, y jamás volveré a meterme en cosas de política. Maldigo la hora en que se me ocurrió eso de ser alcalde. ¡Pero quiero que vaya conmigo a decirle a esa bola de cab... que usted me conoce bien, y que no es cierto que soy maricón!". ¡Pobre señor! Tan pronto anunció su pretensión de ser alcalde se le echaron encima todos los que también querían serlo, de su partido y de la oposición, y le inventaron toda suerte de calumnias para desprestigiarlo. Bien se dice que si alguien no sabe quién es su papá bastará con que se lance de candidato a un puesto público para que la ciudadanía se entere de inmediato, ya por la prensa o los medios electrónicos, ya por las redes sociales, de que la señora madre del candidato tuvo amores clandestinos, y con quién, más todo tipo de detalles sobre aquella pecaminosa relación: lugar, hora, posiciones y todo lo demás. En estos días y en los siguientes meses, hasta el final de la campaña por la presidencia, oiremos y leeremos muchas cosas acerca de los candidatos. Aprendamos a discernir lo cierto de lo falso, lo injusto de lo injusto, y no nos dejemos llevar por las tendenciosas campañas de desprestigio que los políticos suelen urdir, o por los testimonios que más tienen que ver con la vida privada de las personas que con lo que interesa al bien de la nación. Todo eso, claro, sin olvidar a la viejita que al ir a confesarse decía al sacerdote: "Me acuso, padre, de que levanto falsos que luego salen ciertos"... FIN.