"Mi mujer es una fiera en la cama" -decía un señor. Y añadía: "No me deja ni que me le acerque". Declaración de Nalgarina Grandchichier, vedette de moda: "Sólo me gustan dos tipos de hombres: los nacionales y los extranjeros". Un amigo de Babalucas le dijo, preocupado: "Pienso que mi mujer me engaña con un mecánico. Encontré aceite abajo de la cama". Respondió el tonto roque: "Si a esas vamos entonces mi mujer me engaña a mí con un caballo. Abajo de la cama encontré un charro". La señora le informó a su esposo: "El psicólogo dice que nuestro hijo es masoquista. ¿Qué hacemos?". "No sé -vacila el señor-. Supongo que no pegarle". Durante muchos años formé parte de "La Hora Bohemia", insigne sociedad musical regiomontana. Ahí se cantaban las canciones de México: aquellas que se llamaban "de salón", escritas por Esparza Oteo, Tata Nacho o Mario Talavera. Ahí vibraban los ecos de la trova de Guty y Palmerín. Ahí se oían los boleros de Lara y de Curiel. Presidía esas veladas don Porfirio Alfaro, decano de la Facultad de Contaduría de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Por el nombre del maestro, y por los años y talante de los contertulios, se decía que nuestras reuniones eran porfirianas. Yo llegué a ellas gracias a un excelente amigo, José Cárdenas Cavazos, a la sazón director de aquella facultad, hoy gran combatiente por la causa de la educación de los discapacitados, cuya extremada juventud era excepción a la común regla de la provecta edad. El genio tutelar de "La Hora Bohemia" era -en espíritu, claro; en espíritu claro- el doctor Alfonso Ortiz Tirado, extraordinario cantante de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Puestos de pie al iniciar cada sesión, y con la diestra mano -así lo prescribía el reglamento- sobre el corazón, los socios entonábamos más o menos al unísono, a modo de himno de la agrupación, la sentida elegía "Clavel del aire", uno de los mayores éxitos del gran tenor y médico. Ignoraba yo entonces que la vida, esa infinita caja de sorpresas, me deparaba un hermoso regalo. He aquí que hace unos días mis azarosos pasos de juglar me llevaron a Álamos, Sonora, lugar de nacimiento de Ortiz Tirado. Mi llegada coincidió con la celebración del importante festival internacional que lleva el nombre del médico cantor. En Álamos, que es pueblo mágico, la magia se hace aún más mágica. Es un lugar de encanto, con el vago misterio que para siempre queda en los antiguos pueblos de mineros. Álamos, sin embargo, no dejó que su riqueza se hiciera fantasmal. Los viejos pobladores, y los recién llegados -muchos de ellos extranjeros que no lo son ya-, trabajaron amorosamente para evitar que el pasado esplendor de Álamos se convirtiera en ruinas. El resultado de esa labor es admirable: llegar a Álamos es llenar los ojos del cuerpo y los del alma con esta visión donde el desierto y el trópico se juntan, de altas palmeras y elevados templos, con casas solariegas cuyos recios portones ferrados se abren para dejar a la vista del viajero la colorida hermosura de las bugambilias y la bravía belleza del maguey. Arte y artesanías por todas partes, hechura de los hombres. Paisajes de maravilla diseñados por Dios en uno de sus ratos de sonrisa. Saludé al señor alcalde de Álamos, doctor Joaquín Navarro, quien con un norteño apretón de manos me hizo sentir la cálida hospitalidad de los alamenses. Yo lo felicité por la limpieza de las calles, por la conservación de las fachadas, por el orden que se mira en todas partes, y por el éxito del Festival, que congregó en ese sitio prodigioso a artistas venidos de todos los rumbos cardinales, y de otros más aún. Suerte la mía de andar en un camino que tantos goces me ofrece, y tantos buenos dones de amistad. Otra vez me pongo la mano sobre el corazón y canto el "Clavel del aire", con voz muy poca, sí, pero con alma mucha. Es mi homenaje al doctor Ortiz Tirado y a Álamos de Sonora, el lugar bello en donde vio la luz este cantor de México y de América. FIN.
