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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Bien sé que en nuestros tiempos el sentimiento está bastante desacreditado. Se le ve como algo perteneciente al siglo diecinueve. Creo, sin embargo, que el mundo en que vivimos andaría mejor si al menos de vez en cuando diéramos un poco más de importancia a las cosas del sentir y un poco menos a las del pensar. Lo digo porque este día voy a hablar de un sentimiento personal que a nadie habrá de interesarle, sólo a mí. Dos veces en la vida miré lágrimas en los ojos de mi padre. Era yo muy niño, y recuerdo la honda impresión que me causó ver llorar a mi papá. Fue como si ahora viera llorar a Dios. La primera vez fue cuando murió mi abuelo. Era un patriarca el padre de mi padre; su muerte hizo caer la noche sobre su familia. Para llorarlo mi papá se volvió niño como yo. Las otras lágrimas que miré en él fueron muy diferentes. Nos llevaron un día nuestros padres a mis hermanos y a mí a ver los aparadores del Centro de Saltillo. Ése era el único paseo que a veces nos podíamos permitir. En el escaparate de la benemérita Librería Martínez -aquella de don Virgilio y don Enrique- había unos pequeños libros de cuentos de la Editorial Calleja. Tendría yo 5 años, y estaba estrenando la gozosa aventura de leer. Con ansiedad le dije a mi papá: "¿Me compras uno?". "Ya veremos"-contestó él. Me entristecí, pues tal era su respuesta cuando no podía comprarnos alguna cosa. Pero vino el día de la quincena. Al llegar a la casa por la noche mi padre puso en mis manos un paquete. Lo abrí. En él no venía un cuento de Calleja: venían todos los que vi en el aparador. Yo sentí que mi papá me estaba regalando el cielo. Me eché en sus brazos y le dije: "¡Qué bueno eres!". Lo miré, y en sus ojos había lágrimas. Entonces no entendí esas lágrimas. Ahora las entiendo. Pero no se trata aquí de eso. Hablar de lágrimas es cursi, al menos hasta que necesitas llorar. Entre aquellos libritos venía una versión para niños del "Oliver Twist" de Dickens. Ahí conocí el nombre del inmenso autor. Hace unos días encontré esta cita: "En sus novelas hay más ideas sobre la sociedad que en todos los discursos de los políticos y los moralistas juntos". Esa frase la dijo Marx. No el bueno, Groucho, sino el otro, Karl. En efecto, Dickens denunció las terribles injusticias en que se sostenía el imperio victoriano, cuyo exterior brillaba y cuyo fondo estremecía. Se cumplen 200 años del nacimiento de aquel escritor que describió sus tiempos y su mundo, y en lo que hace a las relaciones humanas el mundo no ha cambiado, ni los tiempos. La misma falta de justicia que Dickens describió, existe hoy bajo otras formas. Sigue habiendo niños que sufren -los vemos en la calle-; despiadados usureros -ahora no están en cuchitriles, como Scrooge o Elwes, sino en las oficinas de los grandes consorcios de la banca-; sigue habiendo ricos inmensamente ricos y pobres que no saben si mañana tendrán un bocado que los alimente. Desoladora conclusión es ésta. Muchos descubrimientos ha hecho el hombre desde que Dickens escribió sus obras, pero el hombre no ha podido aún descubrirse a sí mismo. ¡Insensato columnista! Esa última frase tuya materialmente me descuajaringó. Y espiritualmente también. Pero tienes razón: en lo que hace al progreso espiritual nada ha cambiado. Eso me recuerda el caso de Meñico Maldotado. Se iba a casar, y su mamá le dijo a la novia: "Te advierto que mi hijo tiene cosas de niño". "Todos los hombres las tienen" -sonrió la desposada. "No -aclaró la señora-. Quiero decir que sus cosas no han cambiado de tamaño desde que era niño". Mencionemos también a aquel señor que se topó con su ex esposa -de ella se había divorciado hacía un par de años-, y la invitó a hacer lo que se llama un remember, o sea un encuentro sexual entre antiguos esposos o amantes. Ella, indignada, rechazó la invitación. "¡Sobre mi cadáver!" -profirió. Le dice él: "Así lo hicimos siempre". Lo dicho: no todo cambia, con perdón de Heráclito. FIN.

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