Capronio llegó a su casa y abrazó a su esposa, conmovido. Le dijo: "¡Estuve a punto de perderte, vida mía!". "¿Por qué? -se alarmó ella-. ¿Qué hiciste? ¿Tuviste la tentación de serme infiel, o qué?". "No me preguntes qué hice -responde el vil sujeto-. Confórmate con saber que si no me hubiera salido tercia de ases te habría perdido". Una chica le envió su foto a Babalucas. Le comentó: "Si me veo gordita es porque la cámara engorda". Le contestó el badulaque: "Pues ya no comas cámaras". Noche de bodas. La novia era cándida e inocente, y el novio hubo de explicarle las cosas de la vida. Le dijo: "Yo tengo un prisionero entre las piernas, y tú tienes la cárcel. Pondremos mi prisionero en tu cárcel, y todo irá muy bien". Muy bien fue todo, en efecto, tanto que la flamante desposada pidió que por segunda vez el prisionero ingresara en la cárcel. Y otra vez, y otra. Cuando una vez más hizo la petición, el novio, exhausto y agotado, le dijo con voz feble: "¡Por Dios, mi vida! ¡Si no es prisión perpetua!". Mi amigo Mike afirma que ya no hay religión. Yo digo que religión habrá mientras los hombres tengan dos sentimientos que -parece- habrán de acompañarlos siempre: el miedo y la esperanza. Lo que sí es cierto es que cada día hay menos religiosidad. Ayer, por ejemplo, fue Miércoles de Ceniza. Ese día empieza para los católicos el tiempo de Cuaresma, período penitencial. En él se nos recuerda lo breve que es la vida, y nuestro común destino: el de la muerte. En otros tiempos el sacerdote nos imponía en la frente, con ceniza, una señal en forma de cruz, y repetía las severas palabras que desde el Génesis resuenan: "Pulvis es et in pulverem reverteris". Polvo eres y en polvo te convertirás. Entonces, cuando fuera de la Iglesia no había salvación, prácticamente todos mostrábamos esa señal -en el sur mexicano se llamaba "jesusito"-, y quien no la llevaba era mal visto. Seguro era masón o protestante. Ahora, en cambio, la cruz de ceniza se ha vuelto vergonzante. Ya no hay suficientes sacerdotes para imponer a todos los fieles la señal: en los templos se deja un canastillo con ceniza, y sírvase usted mismo. Los presbíteros que la distribuyen reconocen el cambio de los tiempos, y en vez de marcar la frente de los feligreses les echan un poco de ceniza en la cabeza a fin de no obligarlos a evidenciar demasiado su devoción católica. Es como el acto de persignarse, que únicamente se ve ya en los toreros, los boxeadores y los futbolistas. Yo me persigno siempre que viajo por avión, en el momento en que el jet levanta el vuelo -los de mi edad podemos darnos el lujo de hacer lo que nos da la gana sin apenarnos ni dar explicaciones a nadie-, y no falta quien se me quede viendo como a bicho raro. Gracias deberían darme todos los pasajeros, y la tripulación también, pues la señal que me protege a mí los protege igualmente a ellos sin cargo alguno extra. Además, si me persigno es en cumplimiento de un voto sagrado: a mi abuela materna, mamá Lata, no le gustaba que viajara yo en avión, y me hizo prometerle que me persignaría siempre que me subiera en uno de esos armatostes que confutan la voluntad de Dios, quien en su infinita sabiduría omnisciente no nos dotó de alas, como hizo con los pájaros. (Ahora pienso que mi abuela tenía razón: si Dios hubiese querido que los hombres voláramos no habría permitido que las líneas aéreas encarecieran tanto sus tarifas). En fin, que cada vez hay menos religiosidad. No me pregunten si para bien o para mal. Esa cuestión es harina de otro cedazo, y -usando una expresión ranchera- tiene muchos asegunes. Don Languidio, señor de cierta edad, tomaba el sol en el jardín, sin ropa, cuando una abeja le picó en su parte varonil. Fue con el médico, y éste le dijo: "Le daré una pastilla que le quitará el dolor y la inflamación". Pregunta tímidamente don Languidio: "¿No tiene una que solamente me quite el dolor?". FIN.
