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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Una linda muchacha fue a confesarse. “Me acuso, padre -dijo-, de que estaba con mi novio en la sala de mi casa, y él me puso las manos en los senos”. “¿Y luego? -preguntó el confesor. “Luego me quitó la blusa y el brassiére, y empezó a besarme el busto”. “¿Y luego?”. “Luego me acarició las piernas”. “¿Y luego?”. “Luego me levantó la falda, y comenzó a tocarme los muslos”. “¿Y luego?”. “Luego me bajó el pantie”. “¿Y luego?”. “Luego él se quitó los pantalones y lo demás, y me acostó en el sillón”. “¿Y luego, y luego?”. “Luego -concluye la muchacha- nos vestimos rápidamente, porque oímos que llegaba mi mamá”. Exclama con enojo el padrecito: “¡Vieja metiche!”. Se hablaba de comunicaciones, y un amigo de Babalucas declaró, solemne: “Vivimos en un mundo muy pequeño”. Acotó el badulaque: “No dirías lo mismo si tuvieras que pintarlo”. Sonó el timbre en la casa de Capronio, y el ruin sujeto fue a abrir la puerta. Ahí estaba su suegra. La señora llevaba tres maletas grandes, una sombrerera, un canario en su jaula, el retrato al óleo de su difunto esposo y la mesa en que jugaba al bridge con sus amigas. Le preguntó la mujer a Capronio: “¿Puedo quedarme aquí algunos días?”. “Con toda confianza, suegra -respondió el majadero-. Quédese aquí todo el tiempo que quiera”. Y así diciendo volvió a cerrar la puerta. Al joven recién casado se le ocurrió la peregrina idea de barnizar el asiento del excusado, y su flamante mujercita quedó pegada en él. Todos los esfuerzos que hizo elmuchacho para sacarla de aquella incómoda situación resultaron vanos. Desesperado ya desatornilló el asiento, enredó a la muchacha en una sábana y la llevó a la central de bomberos. Le dice al jefe al tiempo que dejaba al descubierto a la azorada chica: “¿Había visto usted algo como esto?”. “No -contesta el bombero fijando la vista en el ebúrneo encanto-. Debería ponerle usted un mejor marco”. Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron a Londres. En la Galería Nacional de Arte vieron una estatua griega que representaba a un atleta generosamente dotado. Himenia le dice algo al oído a su amiguita Celiberia, y ésta le responde: “No lo creo, querida. Entiendo que el Big Ben es un reloj”. Hace unos días le preguntaron a cierto político si pensaba escribir alguna vez su autobiografía. “La verdad -respondió- no sé mucho de coches”. El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a condición de que no aparezca en los periódicos), tenía un perico. Tanto él como su esposa y su hija lo querían mucho, pese a que el loro jamás aprendió a decir ni una palabra. En cierta ocasión la familia salió de vacaciones. Fueron a Las Vegas, pues el pastor quería conocer esa ciudad de pecado a fin de poder condenarla en sus sermones con pleno conocimiento de causa. Sucedió que en su ausencia el encargado de la casa del reverendo le dio a comer al loro algo que lo enfermó, y el pajarraco quedó tieso, quiero decir sin vida. Temeroso de afrontar la indignación del pastor, que quizá sería santa indignación, pero indignación al fin y al cabo, el tipo fue a una tienda de mascotas y compró otro loro exactamente igual al de la casa. Lo que no le dijo el vendedor es que el perico había pertenecido a la madama o dueña de un lupanar o mancebía, por otros nombres quilombo, zumbido, chongo, berreadero, manfla, ramería, casa de lenocinio, prostíbulo o congal. Cuando la familia llegó del viaje, entró primero a la casa la esposa del pastor. Al verla declaró el cotorro ante el asombro de la señora: “Demasiado vieja”. Entró en seguida la hija del reverendo, y comentó el loro: “Joven aún, pero muy fea”. Entró por último el pastor. Y dijo el perico alegremente: “¡Hola, Rocko!”. FIN.

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