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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Veterino Pitocáido, señor de edad madura, se sorprendió cuando su esposa, doña Pasita, le dio dos pastillas, una azul y otra roja, y le pidió que se las tomara. Preguntó el añoso caballero: "¿Para qué son?". "La azul -respondió doña Pasita- es para provocar en ti el deseo de realizar el acto del amor. Y la roja es para que te acuerdes de cómo se hace". Un tipo se confesó con el padre Arsilio: "Me acuso, padrecito, de que jugué al póker el Miércoles de Ceniza, y perdí todo mi dinero". "¿Ya ves? -lo reprendió el buen sacerdote-. Dios te castigó por jugar en Miércoles Santo. Por eso perdiste tu dinero". Con rencoroso acento pregunta el individuo: "¿Y en qué día estaba jugando el que me lo ganó?". "La gloria de don Ramiro". Así se llama una bella, olvidada novela de Enrique Larreta, argentino. La gloria de don Ramiro, hidalgo en los tiempos de Felipe II, consistió en que Santa Rosa de Lima puso unas flores sobre su cadáver cuando aquel hombre de arrebatada vida fue a morir en el Perú. Más modestas glorias han sido las mías, pero para mí igualmente gloriosas. Una de ellas fue la de haber sido actor. Si por mí fuera andaría por esas leguas de Dios en una carreta como la de García Lorca llevando a los pueblos -al pueblo- la palabra de Lope y Calderón, del sonoro Zorrilla, del mismo Federico, de Casona, de tantos y tantos más autores de ayer y de hoy. Si no hago eso no es por sobra de años, sino por falta de redaños. El otro día, sin embargo, volví a ser actor. He aquí que estuve en la Ciudad de México invitado por la Junta de Asistencia Privada del Distrito Federal. Hablé ante casi un millar de hombres y mujeres que cada día trabajan con generosidad por el bien de su prójimo. Agradezco a don Rogerio Casas Alatriste, que tan excelente labor ha realizado al frente del organismo, la oportunidad que me dio de expresar mi admiración a esos buenos mexicanos, y a ellos les agradezco el aplauso que de pie me tributaron cuando acabé de hablar. Tuve un excelentísimo anfitrión: el señor notario don José Ángel Fernández Uría, sapiente abogado que con su gentileza hizo que fuera grata mi estancia en la hermosa Capital. Y recibí una felicidad inesperada: encontrarme con dos primas queridísimas, Cristina y María Esther. Esthercita y su esposo trabajan incansablemente en apoyo de un grupo de invidentes. Cristina, cómplice con sus hermanos y los míos de infantiles aventuras, me acompañó a comer. Fuimos a un bello lugar del Centro Histórico: la Casa de Tlaxcala, en la calle de San Ildefonso número 40. Si te gusta la buena comida -¿a quién no le gusta?- te recomiendo que vayas ahí. La gastronomía tlaxcalteca es una de las mejores galas de la gula mexicana, y en esa casa tiene magnífica representación. Entre otras muchas delicias hay un postre que se llama Espuma de agave. Para probarlo vale la pena hacer viaje especial, incluso desde Australia. Pero a más de eso hay en el sitio una pequeña tienda de artesanías atendida por una dama que es toda eficiencia y toda amabilidad. Compré en esa tienda una obra de arte: un hermoso bastón de madera bellamente labrado. Cuando llegué con él al aeropuerto me asaltó un temor. En cierta ocasión mi esposa y yo compramos en Morelia un cucharón también de madera, con mango largo, para menear en el cazo las carnitas. En el aeropuerto nos lo requisaron. Ese cucharón, decretaron los fieros revisores, era un arma mortal. Con él podíamos asesinar al piloto del avión atravesándolo de parte a parte con el mango. ¿No me iría a suceder lo mismo con el bastón? Recordé entonces los tiempos en que subía al palco escénico del teatro a dejar de ser yo mismo para ser más yo mismo. Y volví a ser actor. Al acercarme al punto de revisión lo hice caminando penosamente, con paso quedo de venerable anciano, apoyándome en el bastón como si no pudiera sostenerme sin él. Ningún problema tuve para pasarlo. Lo veo ahora, adornando con otras artesanías mexicanas una de las paredes de nuestra casa de Ábrego, y siento un poco de vergüenza por haber recurrido a esa vil estratagema. Pero siento también la gloria -quizá no tan grande como la de don Ramiro- de haber sido actor. Y de seguirlo siendo. FIN.

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