Dulce cansancio es el del sexo bien cumplido. Sedadas las urgencias de la carne se sosiegan los ímpetus del cuerpo; toda animalidad se dulcifica, y la criatura humana queda en paz consigo misma y con el mundo. Si los poderosos de la Tierra tuvieran más sexo y menos ambiciones no habría nunca guerras. Sin embargo ni aun de las cosas buenas de la vida hemos de hacer abuso. Decía Ovonio Grandbolier, hombre haragán, poltrón: "Si mi cuerpo me pide comida, le doy comida. Si me pide bebida, le doy bebida. Si me pide mujer, le doy mujer". Le preguntó alguien, socarrón: "¿Y si te pide trabajar?". "No -rechazó Ovonio, enérgico-. Eso ya es mucho pedir". Digo lo del abuso porque supe de unos recién casados que experimentaron síntomas de consunción. Ambos, ella y él, se veían lasos, exánimes, desmadejados, febles, desfallecidos, débiles, exhaustos, anémicos y exangües. Preocupados, fueron a ver a un médico. El facultativo los sometió a un prolijo interrogatorio clínico, por el cual se enteró de que la parejita hacía el amor todos los días, en ocasiones dos veces en la misma jornada, y hasta tres, si andaban inspirados. Les dijo que en esa amorosa asiduidad radicaba la causa de su extenuación, y les recomendó que en adelante tuvieran sexo únicamente los días cuyo nombre llevara la letra ere, vale decir martes, miércoles y viernes. Todo iba muy bien, hasta el día en que el muchacho sintió en la madrugada que su mujercita lo movía para despertarlo. Abrió los ojos, y en la penumbra de la habitación oyó que su joven esposa le decía un urente reclamo pasional: "¡Ven a mis brazos, vida mía!". Pensando en la prescripción del médico inquirió él, adormilado: "¿Qué día es hoy?". Respondió con vehemencia la muchacha: "¡Dormingo!". Desde luego hay quienes son diestros en echarles a perder el domingo a los demás. Una señora le preguntó a su hijo más pequeño, para enseñarle la importancia del Día del Señor: "¿Sabes lo que es el domingo?". "Sí -respondió el niño-. Es el día en que vamos a la iglesia a que un hombre nos diga que todo lo que hacemos es pecado". El domingo es un día mozartiano, al menos por la mañana, cuando la luz es clara y brilla jactancioso el sol. A la caída de la tarde el domingo se vuelve un poco Brahms: se pone melancólico y con murrias. Por eso me pregunto si hoy, que es domingo, debo narrar el siguiente cuentecillo, o si sería mejor dejarlo para un día menos especial, un miércoles, digamos, mitad de la semana, a medio camino entre el trabajo que comenzó y el descanso que apenas viene. Picaresca es la historia, reconózcolo, y tiene sus puntas de sicalipsis impudente. Pero es sabroso también el tal relato, y quizá sirva para alegrarle el día a alguien con su fresco desparpajo. Lean mis cuatro lectores ese cuento, y juzguen por sí mismos. Aquellos que consideren que el domingo es un día especial en el cual se ha de evitar toda mundanidad y ligereza suspendan aquí mismo la lectura, y dejen para otra ocasión la de ese cuento, cuyo título es inquietante y sugestivo: se llama "Virginidades". El Padre Arsilio estaba preparando la procesión del día de San Audifaz. Se trataba de escoger a dos mujeres doncellas, de impoluta pureza, para que llevaran, una, la corona del santo, y la otra su palma de martirio. El buen sacerdote reunió en la iglesia a todas las muchachas del pueblo a fin de escoger entre ellas a las dos que merecerían tal honor. Hizo que en las bancas delanteras se sentaran las más jóvenes, y en las posteriores acomodó a las de mayor edad. "A ver -les pidió luego-. Pase una virgen de adelante". Todas las chicas se miraron unas a otras y cambiaron entre sí sonrisas picarescas, pero ninguna se movió de su lugar. El buen Padre Arsilio, algo molesto, solicitó en seguida: "Entonces pase una virgen de atrás". "Yo, padre" -se levantó una muchacha. ¡Pero era de las que estaban sentadas en las bancas delanteras! (No le entendí). FIN.