Goretina era una joven muy virtuosa. Su director espiritual le había aconsejado que leyera un libro edificante llamado "Pureza y hermosura", de monseñor Tihamer Toth, cuyas piadosas enseñanzas, le informó, constituían el mejor escudo para la defensa de ese íntimo tesoro que la mujer doncella debe preservar a costa de su vida, y aun de su economía: la virginidad. Desde entonces Goretina llevaba siempre consigo ese volumen. Lo leía en el autobús cuando iba a su trabajo -era dependienta en una bonetería, "La perla de Damasco"-, y los sábados por la tarde, tras de lavar y planchar su ropa de la semana, copiaba en un cuaderno los parágrafos más significativos de la obra. (Lo de "parágrafos" no es cosa mía. El mencionado director espiritual, jesuita culto, como todos, usaba ese vocablo en vez de "párrafos", y Goretina, con filial obediencia, la hizo suya). Sucedió que en el camino de la vida de la recatada joven se cruzó un tarambana cuyo solo nombre da idea de sus protervos hábitos: se llamaba Lubricio Pitorrango. ¿Quién hizo que en la plácida existencia de la inocente moza apareciera ese túrpido galán? No me lo digáis; lo sé de sobra: fue el demonio. Tampoco me digáis que la palabra "túrpido" no existe. Lo sé bien. Pero ¿a poco no suena a toda madre? (Perdonad mi francés). El diablo nunca duerme, lo cual explica las ojerotas que trae siempre y los bostezos que a duras penas disimula cuando oye a los predicadores hacerle propaganda en sus homilías. El caso es que, inspirado por Pedro Botero -así se llama Luzbel en España-, el tal Lubricio empezó a seducir a Goretina con untuosas palabras de labilidad. Empezó por prometerle matrimonio, promesa que si no abre el íntimo santuario de cualquier mujer al menos lo entreabre. Por causa de su credulidad hay muchas infelices, como dijo el poeta Julio Sesto, que van por el mundo buscando un cariño, recordando un nombre y arrastrando un niño. El nombre lo deben olvidar, opino yo, sobre todo si el caborón se llama Ventosiano, Cunilingo o Próforo, y al niño no lo deben arrastrar, porque qué culpa tiene la pobre criaturita. Oyó Goretina las sinuosas promisiones del palabrero seductor, pero las escuchó como quien oye llover. Algo mojada la dejaron, sin embargo: la carne es débil, sobre todo a cierta edad y en ciertas partes. Cuando no es por sobra de hormonas es por falta de ellas, pero la carne siempre es débil. Goretina sintió que vacilaba su virtud, pues el habilidoso Pitorrango le había pedido una prueba de su amor, y el examen se lo iba a aplicar en la parte que la muchacha se había propuesto guardar incólume para el hombre a quien daría el dulcísimo título de esposo. A fin de mantenerse firme en esa decisión ella leyó otra vez "Pureza y hermosura", de monseñor Tihamer Toth, del primero hasta el último parágrafo, y así fortaleció sus músculos crurales, llamados por algunos "los defensores de la virginidad". Le manifestó luego al ruin Lubricio: "Si te doy eso que con engañoso diminutivo llamas 'aquellito', quebrantaré el sexto mandamiento". "¿Y qué? -alegó el cínico galanteador-. Todavía te quedarían nueve mandamientos más. Una pérdida del 10 por ciento no es demasiada merma". "Pero ¿y mi honor?" -inquirió, severa, Goretina. "Siempre he luchado por causa del honor de las mujeres -respondió con orgullo Pitorrango-. Y muchas veces la lucha ha sido fiera, pues ellas insistían en conservarlo". Declaró la muchacha firmemente: "Pues no, y no, y no, y no, y no, y no y no". "Hablaremos después -dijo Ludibrio-. Veo que hoy estás algo indecisa". "Muy bien -admitió ella-. Mas desde ahora dime: si te entrego la nunca tangida gala de mi doncellez ¿nos casaremos?". "Claro que sí -aseguró el fementido tenorio-. Tú por tu lado y yo por el mío, desde luego, pero seguramente nos casaremos". Y así diciendo puso como al desgaire la mano en el muslo de Goretina. ¡Nunca lo hubiera hecho! Asió la joven el libro "Pureza y hermosura", de monseñor Tihamer Toth, y con el recio tomo le dio al impudente mozo un golpe tal en el cogote que lo dejó privado por varios minutos de las tres potencias del alma -memoria, entendimiento y voluntad- y de todas las del cuerpo, de modo que no le quedaron ganas de repetir sus libidinosos tocamientos. ¡Ah, qué razón tenía el director espiritual de Goretina cuando le dijo que ese piadoso libro sería la mejor defensa para conservar intacta su virtud!... FIN.