Meñico Maldotado se llamaba aquel joven casadero. Su nombre proclamaba su desgracia: la Naturaleza se había mostrado con él avara y cicatera, sobre todo en la región de la entrepierna. Cinco centavos de canela, y mal expendida. Así se decía antes para describir esa clase de inopia masculina. Sin embargo -como también antaño se decía- a nadie le falta Dios, y Meñico se consiguió una novia, pues su minusvalía no se daba a ver. Después de cierto tiempo los novios acordaron casarse. Se llevó a cabo todo el ritual que suele preceder a una boda, y luego se efectuó la ceremonia nupcial en forma muy cumplida, pues la novia, de nombre Pirulina, era la única hija de sus padres, y como "salió de blanco de su casa" -así dijo el papá- ellos la casaron por todo lo alto, con banquete, baile y lo demás que en estos casos es de uso. Se fueron por fin los novios a su viaje de luna de miel. Llegó la íntima y gozosa hora de la noche de bodas. Meñico se dio una ducha, y después de un tiempo que juzgó razonable salió ataviado con una bata de terciopelo rojo que su mamá le había comprado en Laredo para que la usara en la noche nupcial. Pirulina esperaba ya en el lecho, tendida en actitud invitadora, cubierta únicamente por un vaporoso negligé. Llegó Meñico al pie del lecho, y dejó caer su bata. Por primera vez su novia pudo verlo al natural. Lo miró muy bien, y luego dijo con tono de desilusión, señalando la alusiva parte: "Pedida de mano; despedidas de soltera; compra del vestido de novia; casamiento civil con música de violines, brindis de champaña y fresas con chocolate; ceremonia religiosa con el obispo y el coro de infantes de la diócesis; banquete de bodas de cinco tiempos rociado con vinos generosos y finísimos licores; viaje hasta aquí en avión; hotel de cinco estrellas. ¿Todo para eso?". Lo que voy a contar ahora sucedió hace algunos años, en el pasado siglo. Por segunda vez Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo. Llegó a la Tierra, sintió un poco de sed, y sin saber muy bien en dónde se metía entró en una pequeña cantina. El tabernero lo reconoció inmediatamente. ¿Cómo no conocer a aquel augusto personaje de faz serena, de ojos zarcos, de barba nazarena? Lo llenó de gentilezas y atenciones. En la taberna estaban tres sujetos, cada uno en su respectiva mesa. El primero era norteamericano. Había combatido en Vietnam; su rostro estaba surcado por espantosas cicatrices que le dejó la guerra. En otra mesa se hallaba un ruso. Había sufrido lo peor de la dictadura comunista; víctima de torturas, tenía el cuerpo deforme y contrahecho. En la tercera mesa bebía su copa, solitario, un mexicano. Había sufrido un accidente de trabajo; llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. El norteamericano observó las atenciones que el cantinero tenía para el personaje, y le preguntó: "¿Quién es ese hombre?". Respondió en voz baja el de la cantina: "Es Nuestro Señor Jesucristo". "Oh my God! -exclamó con reverencia el estadounidense-. ¡Por favor, llévele un whisky de mi parte!". El cantinero le llevó a Jesús el whisky. Nuestro Señor se levantó de su mesa, fue hacia el norteamericano y le habló: "Gracias hijo". Seguidamente le puso la mano sobre el rostro, y sus cicatrices desaparecieron como por ensalmo: la faz del hombre quedó limpia y tersa, igual que la de un niño. El ruso vio aquello y llamó al cantinero. "¿Quién es ese camarada?" -quiso saber. Otra vez bajó la voz el de la taberna: "Es Nuestro Señor Jesucristo". "¡Oh! -dijo el ruso, que de momento no tuvo disponible ninguna interjección de asombro en su propia lengua-. Llévele un vodka de mi parte". El cantinero le llevó el vodka a Jesús. Se levantó Él de su mesa y fue hacia el ruso. "Gracias, hijo mío" -le dijo. Así diciendo le puso la mano sobre la cabeza. Al punto su cuerpo quedó libre de contracturas y deformaciones: el hombre se vio derecho como un huso. El mexicano había visto desde su mesa lo sucedido con el norteamericano y con el ruso. Llamó al cantinero y le preguntó, intrigado: "Oye tú: ¿quién es ese individuo?". "¡Ningún individuo! -se molestó el de la taberna-. ¡Es Nuestro Señor Jesucristo!". "¡Ah caón! -se asustó el mexicano-. Por favor, manito, llévale un tequila de mi parte". El cantinero le sirvió el tequila al divino personaje. Jesús dejó su mesa y fue hacia el mexicano. Le dijo: "Gracias, hijo mío". Le puso la mano sobre el brazo. Lleno de alarma lo detuvo el mexicano: "¡No, no, no! - le dijo sobresaltado-. ¡Yo tengo 60 días de incapacidad en el Seguro!". FIN.