Había en cierta parroquia un señor cura que no gustaba de los argentinos. Sentía fobia, malevolencia, inquina, malquerencia, tirria, ojeriza y animadversión, si bien no necesariamente en ese orden, por los nacidos en Argentina. Jamás perdía ocasión de mostrar ese rencor irracional. En sus sermones los ponía como palo de gallinero, jaula de perico, trepadero de mapache o lazo de cochino, si bien tampoco necesariamente en ese orden. Decía pestes de ellos; les colgaba toda suerte de inris. Había un problema, sin embargo: bastantes argentinos formaban parte de su feligresía. Formaron los agraviados una comisión, y presentaron su queja al Obispo de la diócesis, prelado ecuánime y juicioso. Su Excelencia les dio la razón en su protesta. Les ofreció que haría cesar los excesos del gárrulo presbítero. Lo hizo, en efecto. El curita recibió del Obispo una severa reprensión. ¿Por qué hablaba mal de los argentinos? ¿Qué le había hecho ese pueblo tan lleno de buenas cualidades, que tantas cosas de excelencia ha dado al mundo, a más del tango, en el renglón de las artes y las letras? Le citó los ilustres nombres de José Hernández, Güiraldes, Borges, y otros un poco menos conocidos, como Carriego y don Miguel Cané. ¿Acaso no apreciaba la obra de Ginastera, en música, o la de Prilidiano Pueyrredón , cuyo difícil nombre no resta méritos a su pintura? Confuso, aturrullado, el pobrecito párroco aguantaba con la vista baja aquella justificada regañina. "Le prohíbo terminantemente, padre -terminó su réspice el Obispo-, que vuelva usted a ofender a los argentinos en sus homilías". El asustado curita mostró sincera contrición y propósito firmísimo de enmienda. Le juró y perjuró a Su Excelencia que no volvería a mencionar en sus sermones a los argentinos, ni para bien ni para mal. Cumplió, en efecto, su promesa. Los quejosos observaron con alivio que el malquistado párroco ya no los hacía víctimas de sus prejuicios y su antipatía. Pero llegó el sermón de la Semana Santa. Abarrotado el templo, el cura subió al púlpito y empezó a narrar lo sucedido en la Última Cena. "Entonces, queridos hermanos -relató con acento pesaroso-, Nuestro Señor les dijo lleno de sentimiento a los apóstoles: 'Uno de ustedes me va a traicionar'. Le preguntó San Juan: '¿Seré yo el traidor, Maestro?'. Le respondió Jesús: "No; tú no serás'. Le preguntó San Pedro: '¿Acaso, Rabí, seré yo el que te traicionará?'. 'Tampoco tú me harás traición', le dijo el Divino Redentor. Lo mismo, hermanos míos, fueron preguntando los demás discípulos, y a todos les dijo Nuestro Señor que ellos no lo traicionarían. Le llegó el turno a Judas Iscariote, ese hombre perverso, infame, solapado, pérfido, malvado, protervo, detestable, maligno, maléfico, execrable, fementido, villano, condenable, diabólico, demoniaco, inicuo, reprobable y vil. Y Judas le preguntó a nuestro Divino Salvador: "Pero, che pibe: ¿por qué decís vos que te voy a traicionar?". José Sandoval Íñiguez, cardenal, dijo en Guadalajara que en la próxima elección presidencial los ciudadanos no deben "elegir nomás por la figura, porque está muy guapo o trae el copete muy alto". Esa declaración fue muy infortunada, y merece reproche. Constituye una clara insinuación a los votantes -más clara aún que la del tendencioso curita de mi cuento- sobre el sentido de su voto, que según la declaración del purpurado debe ser contrario al candidato priista. A más de ofensivas e imprudentes, las palabras del jerarca podrían configurar un delito electoral en términos de ley. No se trata aquí de defender al candidato contra el cual se enderezaron esas palabras tan faltas de sensatez y reflexión. Se trata de señalar que todos debemos apegarnos a la legalidad, en especial aquellos que por su investidura e influencia están más obligados a actuar con ecuanimidad y con respeto a la ley y a las personas. En muchas ocasiones el señor Sandoval Íñiguez se ha mostrado arrogante e irreflexivo. Hay quienes piensan, incluso en su propia diócesis, que su retiro será bueno para la Iglesia, y aun para el país. Yo no me atrevo a tanto: irresoluto soy, y timorato. Recuerdo, sin embargo, aquellas cuatro virtudes cardinales que mencionaba el buen Padre Ripalda en su olvidado catecismo: prudencia, templanza, justicia y fortaleza. No dudo -lejos de mí tan temeraria idea- que el señor Cardenal tenga justicia, fortaleza y templanza. Pero lo que es prudencia... FIN.