Parras de la Fuente es un hermoso sitio de Coahuila, rico en vinos blasonados y personajes ingeniosos. De su solar nativo habla con gracia y donosura Roberto Orozco Melo, parrense ilustre, amenísimo conversador. Fue él quien me contó un insólito suceso acaecido en Parras. Allá por los años cuarenta del pasado siglo llegó al pueblo un hombre que al parecer tenía el don y el din, quiero decir una buena condición social y bienes de fortuna. Se hospedó en el mejor hotel de la ciudad; tomaba sus alimentos en la fonda de más rumbo, y daba espléndidas propinas a mozos, mucamas y cocheros. Todos los días sin faltar ninguno iba al banco de la localidad y pedía que le cambiaran un centenario de oro por billetes. Los habitantes de la pequeña población se hacían lenguas de los dineros que mostraba tener aquel hombre misterioso. Un cierto ricacho del lugar se las arregló para amistar con él, y luego de varios encuentros le preguntó discretamente a qué se dedicaba, y cuál era el origen de sus caudales, tan contantes y sonantes. El hombre le dijo que le revelaría el secreto de su bonanza si le prometía no descubrirlo a nadie. Juró y perjuró el ávido ricachón, y el sujeto le contó que había inventado una maravillosa máquina capaz de convertir en oro el polvo de la tierra. Lo llevó al cuarto del hotel donde se alojaba y ahí le mostró el artilugio prodigioso, y su funcionamiento. Por un pequeño embudo que tenía la máquina deslizó un puñito de tierra; hizo girar una manivela, y salió al punto un reluciente centenario. Acortaré la historia. El lugareño le suplicó al tipo que le vendiera el aparato. Después de simulada resistencia el forastero accedió a cederle la prodigiosa máquina a cambio de una elevada suma de dinero. A fin de conservar el secreto, dijo, sólo se la entregó cuando estaba ya en el vagón del tren en que se iría de la ciudad. Ahí recibió la suma convenida. "Ah -le dijo rápidamente el individuo al comprador cuando ya el tren echaba a andar-. Se me olvidaba advertirle algo importante. En el momento de darle vuelta a la manivela de la máquina por ningún motivo vaya usted a pensar en un elefante, porque entonces el aparato no funcionará, y en vez del centenario saldrá de él tierra, nada más". No se lo hubiera dicho. Cosa imposible ya fue para el comprador no pensar en un elefante cuando operaba el aparato. Sólo el ver la máquina le traía a la mente la figura del paquidermo. Por más esfuerzos que hizo no pudo dejar de pensar en elefantes al girar la manivela. Fue entonces cuando se dio cuenta del timo de que lo había hecho víctima aquel estafador diestro en prestidigitaciones y en suscitar la codicia de los ambiciosos... He traído a cuento este sabroso cuento para ilustrar mi idea en el sentido de que Juan Carlos, rey de España, ya nunca podrá apartar de su pensamiento al elefante que ejecutó en Botsuana, cuyo fantasma lo perseguirá hasta el fin de su vida o su reinado. Hasta donde sé, por primera vez en la dilatada historia de la nación hispana un monarca español pidió disculpas a sus súbditos. La norma en relación con la palabra o la acción del soberano era "mantenella y no enmendalla", es decir sostener lo dicho o lo hecho, incluso estando equivocado. Pero los tiempos cambian, y Su Sacarreal Majestad, como dijo uno por decir Su Sacra y Real Majestad, hubo de abajarse ante la indignación de sus vasallos, irritados no tanto por el asesinato del desdichado paquidermo como por los euros que se gastó el Rey en época de crisis. Me explico la metida de pata de Juan Carlos: un hombre que se acerca al arrabal de senectud es capaz de cometer grandes pendejadas -gilipolladas, en español de España- para mostrar que aún conserva algo de los arrestos de la juventud. Viene también a colación un ingenuo epigrama -¿será de Vital Aza?- aplicable igualmente a este caso. Dice así: "Tu papá me invitó un día / a comer un chivo asado, / y en verdad nunca he comido / platillo tan delicado. / Tanto me gustó el platillo / que no lo puedo olvidar. / Ahora cuando veo un chivo / me acuerdo de tu papá". Pues bien: ahora los españoles se acordarán del rey Juan Carlos cada vez que vean un elefante, y de seguro el monarca verá elefantes hasta en el sueño. Quizá recordará también aquella tonadilla que se cantaba en campamentos infantiles: "Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. Como veía que resistía fue a llamar a otro elefante". Su Sacarreal Majestad y familia que lo acompaña deben cuidarse ahora: la monarquía española ya no resiste otro elefante... FIN