La guapa mujer llegó a la fiesta con la espalda desenvainada. Quiero decir que un largo y provocativo escote posterior dejaba ver su marfilina carnadura hasta la parte donde comienza la rayita en que la espalda deja de llamarse así. Un tipo de aspecto rústico la invitó a bailar, y suponiendo que era impropio tocar la desnudez de su pareja puso la mano en uno de los redondeados hemisferios glúteos de la dama. Ella, molesta, le ordenó: “Quite la mano de ahí”. El individuo pasó su mano a a la otra pompa y preguntó, solícito: “¿Qué ésta la traes inyectadita?”... La señora se estacionó. Le pidió a su esposo: “Dime si quedé cerca de la acera”. Pregunta él: “¿De cuál de las dos?”... En tiempos de la Guerra Fría -que varias veces se convirtió en caliente- surgió en el país del norte un cuentecillo que bajo su aparente ligereza encubría una ligereza aún mayor. Según esto el encargado de asuntos exteriores de los Estados Unidos acudió ante el Presidente y le dijo lleno de alarma: “Mister President: los rusos llegaron a la Luna y la están pintando de rojo, que es el color del comunismo. Ya llevan pintada la tercera parte”. “Déjalos” respondió escuetamente el mandatario. Un mes después llegó de nuevo el funcionario, ahora más preocupado. “Mister President -dijo-. Debemos hacer algo, y sin tardanza. Los rusos ya pintaron de rojo la mitad de la Luna”. “Déjalos” -volvió a contestar el Presidente con laconismo igual. Pasaron tres semanas, y otra vez el encargado de asuntos exteriores volvió a la Casa Blanca: “Mister President, los rusos terminaron ya de pintar la Luna. Ahora tenemos sobre nosotros un gran disco rojo con el color del comunismo”. “Muy bien -ordenó entonces el Presidente norteamericano-. Ahora envía a la Luna una de nuestras naves espaciales, y que los tripulantes pinten ahí en color blanco las palabras: ‘Coca-Cola’”. Esta historieta, con todo y tener visos de apócrifa, es muy ilustrativa: enseña que la publicidad es importante. En todos los países -citarlos a todos por sus nombres trasciende los estrechos límites de esta breve, pero sucinta colaboraciónla política es en buena parte, y en mala también, cosa de publicidad. Esto no es nuevo. En Pompeya, junto a sabrosos grafiti de erotismo, se han hallado avisos de propaganda de tal o cual candidato a un puesto de elección. Sólo que ahora los modernos medios de comunicación han multiplicado por mil esa publicidad. (Nota de la redacción: Nuestro amable colaborador se queda corto en esa apreciación. En realidad la han multiplicado por 1.014). Los candidatos son hoy por hoy productos cuya imagen es ofrecida a los votantes como se ofrece la de un jabón, una marca de cigarrillos o un dentífrico. Eso explica por qué Enrique Peña Nieto va tan adelante en las encuestas, pese a todos los pesares. Tiene no sólo la mayor publicidad, sino también la de más calidad. Desde el estricto punto de la mercadotecnia es un mejor producto que los otros candidatos, por su juventud y galanura, a las que suma, como atractivo adicional mediático, la belleza y popularidad de su esposa. Yo no digo que eso esté bien o mal. Lejos de mí la temeraria idea de erigirme en juez de la mercadotecnia y la publicidad. Después de todo la publicidad es la parte más creíble de cualquier medio de comunicación. Además no soy quién para decir: “Publicidad, mercadotecnia: no intervengan en la vida política de la Nación. Dejen que sobre ella decidan la conciencia y razón de los ciudadanos”. Me limito a señalar lo que es, y a proponer un novedoso axioma que difícilmente admitirá discusión: las cosas son como son. ¿O no?... Termina esta columnejilla con un cuento de subido color que puede resultar inconveniente para quienes tengan escrúpulos de conciencia. Las personas que sufran esa desventaja social deben saltarse hasta donde dice FIN. El papá de Pepito llegó a su casa después de un largo viaje. Esa misma noche se aplicó en el lecho conyugal a compensar el prolongado ayuno de carnalidad que su ausencia le impuso. Sucedió que en medio del intenso trance se apareció Pepito en la recámara de sus papás. Le preguntó al señor: “¿Qué haces?”. Confuso, aturrullado, el hombre dijo lo primero que se le ocurrió: “Le estoy poniendo gasolina a tu mamá”. “No necesita -replicó Pepito-. El vecino le llenó el tanque esta mañana”... FIN.