Dulciflor, romántica muchacha que deshojaba a Bécquer y recitaba margaritas (tenía el prurito de la originalidad), vio en la televisión el film "La dama de las camelias" (1937, con Greta Garbo y Robert Taylor) y le dijo a su novio Libidiano: "¡Me gustaría que me besaras como en las películas!". De inmediato el concupiscente galán se lanzó sobre ella, la tendió con brusquedad en el piso y empezó a besarle con lúbrico arrebato el cuello, los hombros, el busto, la cintura, la erótica región del ombliguito y lo de más al sur. "¡Caramba! -se asustó Dulciflor-. ¡Se me hace que no vemos las mismas películas!". Tres chinos decidieron venir a México y establecerse aquí (no leían los periódicos). Uno se llamaba Po, Pi el otro, y el tercero Ku. Acudieron al consulado mexicano en su ciudad, y le dijeron al funcionario que los recibió: "Deseamos mexicanizar nuestros nombres, pues vamos a vivir allá. ¿Qué nos sugiere para tal efecto?". Respondió el encargado: "Es muy sencillo. Usted, señor Po, añada a su nombre la desinencia -lo. Así pasará a llamarse Polo. Usted, señor Pi, haga lo mismo: ponga al final de su nombre esa misma sílaba, -lo, y de ese modo será llamado Pilo. En cuanto a usted, señor Ku, mi recomendación es que mejor se quede en China". El joven médico le informó a la linda paciente que iba a hacerle una auscultación, y luego procedió a palparle cumplidamente todo el cuerpo. Le pidió ella: "Doctor: para que esto me salga más barato ¿no podríamos llamarlo 'cachondeo' en vez de 'auscultación'?". Dos maduras señoritas solteras, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, visitaron aquella tarde la galería de arte de la ciudad. Llegaron frente a la estatua en mármol de un atleta griego cuya apolínea desnudez se cubría únicamente con una hoja de parra puesta en el lugar correspondiente. Después de volver la vista a todas partes la señorita Himenia sopló una y otra vez para ver si la hoja se caía. Nada. Celiberia, por su parte, echó a andar el ventilador del techo, con riesgo de que alguien le llamara la atención, y además abrió de par en par las hojas del grande ventanal en espera de que el viento del exterior hiciera caer la hoja. Su empeño también resultó vano, fútil, inane, estéril e infructuoso. Entonces la señorita Himenia suspiró y dijo: "Ni modo. Tendremos que regresar en el otoño". Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, les contó a sus amigos: "Mi esposa Gordoloba sufre de obesidad. Se compró un rodillo de madera, y tiene ya varios meses dándose masajes reductivos con ese rodillo para quitar la grasa del cuerpo". Le preguntó uno: "¿Ha dado algún resultado el tratamiento?". "Sí -responde el majadero-. El rodillo es ahora mucho más delgado". Aquella pequeña isla de los mares del Sur se había convertido en un paraíso turístico: había en ella hoteles de lujo, casinos, centros nocturnos, bares y otros lugares cuyo nombre y giro no puedo mencionar hoy, por ser domingo. Sucedió que en plena temporada alta el volcán de la isla, llamado Krakabura (en español "El pedorriento"), empezó a rugir amenazadoramente. Se abrieron grandes grietas en la tierra, de las cuales salían mefíticos vapores, y en el laboratorio sismológico vinieron al suelo las seis latas de atún vacías que el personal ponía una sobre otra como medio para detectar temblores. La caída de aquellas latas fue prueba indubitable de que se había producido un fuerte sacudimiento telúrico. Lo peor, sin embargo, era el constante rugido del volcán. Se oía día y noche. Un sujeto llegó a pensar que su suegra estaba de visita en la casa. Otro le preguntó a su esposa: "Pero, mujer: ¿qué hice ahora?". El alcalde de la isla, con temor de que aquel ominoso bramido ahuyentara al turismo, hizo llamar a un viejo brujo -su edad pasaba ya de los 100 años- y le preguntó qué hacían los antiguos habitantes de la isla para acallar la furia del volcán. Respondió el anciano: "Tomábamos a una joven doncella, una virgen, y la arrojábamos viva al cráter del Krakabura. El volcán se aplacaba de inmediato". El alcalde se queda pensando un momentito y luego dice: "Carajo, me temo que tendremos que acostumbrarnos al ruido". (Nota: Se cuenta que en aquellos remotos días en que las vírgenes eran sacrificadas a la furia de los volcanes, una muchacha isleña llegó muy contenta a su casa después de la cita con su novio y les dijo a sus papás: "¡Buenas noticias, papis! ¡Ya no soy candidata a que me arrojen al volcán!"). FIN.