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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, se compró un estéreo. Esa misma noche llevó a su departamento a una linda chica, y puso en el aparato -en el estéreo, quiero decir- música sensual para hacerle el amor a la muchacha. Apenas había empezado con los trámites correspondientes al foreplay cuando advirtió que el estéreo no sonaba bien. "Espera un momentito, Dulciflor -le dijo a la muchacha-. Voy a poner el dolby". "No es necesario -respondió ella-. Estoy tomando la píldora". Un arqueólogo encontró dos brazos esculpidos en mármol. En la mano de uno de ellos el índice curvado hacía la sugestiva invitación de "Ven acá", en tanto que en el otro brazo tres dedos de la mano señalaban una cantidad. Un compañero del arqueólogo le dice con asombro: "¡Tienes razón, Carterio! ¡Son los brazos de la Venus de Milo!". Titsan Dass, actriz de Hollywood, iba a producir su propio film. "El problema -decía llena de confusión- es que siendo yo misma la productora no voy a saber con quién acostarme para que me dé un papel en la película". Hubo un concurso mundial de aves de presa. Acudieron tres participantes: un ruso, un alemán y un mexicano. El ruso llevaba un águila. El alemán un halcón. Ante el asombro general el mexicano se presentó con un perico. El ruso le quitó el capuchón a su águila, y ésta se elevó, majestuosa, a una altura inmensurable. El ruso colocó una pajita en el suelo; el águila se lanzó en picada sobre ella y la levantó limpiamente con su pico sin siquiera rozar la tierra. Una ovación saludó aquella proeza. Seguidamente el alemán le quitó la capucha a su halcón. También el ave se elevó a la altura de las nubes. Puso el germano dos pajitas en el suelo, y el halcón realizó la misma hazaña del águila. El aplauso fue más sonoro aún. A continuación el mexicano le quitó la capucha a su perico. "Ya era tiempo, desgraciado -refunfuñó el pajarraco al tiempo que se limpiaba los ojos con las alas-. Me tenías aquí hecho un indejo, sin ver nada". Tras decir eso el cotorro se sacudió las plumas y luego se elevó en vuelo desmañado. Ante la expectación del público el mexicano puso tres pajitas en el suelo. El loro se precipitó en caída vertiginosa hacia ellas. De pronto le gritó con desesperación al mexicano: "¡Pon más paja, caborón! ¡No me puedo detener!". Se casó Meñico Maldotado, joven varón con quien se mostró avara la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna. La noche de sus bodas le dijo con ternura a su flamante mujercita: "No estés nerviosa, Pirulina. Procuraré ser delicado". Contestó ella, retadora: "¡Tú aviéntate! ¿A quién podrías lastimar con eso?". Una chica vio a Babalucas en traje de baño y comentó: "Tus piernas son muy cortas". "¿Cortas? -se molestó el badulaque-. Llegan al suelo ¿no?". El doctor Ken Hosanna regresó a su casa y sorprendió a su esposa en trance de fornicación con un desconocido. Le preguntó, indignado, a la mujer: "¿Qué haces?". "Perdóname, mi vida -se disculpó ella-, pero el señor aquí presente me dijo que esto es lo que se debe hacer mientras llega el médico". Un turista norteamericano entró en un pub de Dublin y les dijo a los parroquianos ahí presentes: "Le daré 500 dólares al que se tome 25 jarras de cerveza seguidas sin derramar una sola gota". Se hizo un profundo silencio entre la concurrencia. Del fondo del local se abrió paso un irlandés bajito de estatura, y muy flaquito. Le dijo al forastero: "Me gustaría intentar eso, señor. Le pido nada más que me dé 5 minutos antes de comenzar la prueba". El visitante accedió a la condición, y el irlandés salió de la taberna. Regresó a los 5 minutos exactos. "Ahora sí puedo empezar" -manifestó. Y se bebió enteras, una tras otra, las 25 jarras. "Aquí tiene sus 500 dólares, amigo -pagó el estadounidense-. Sólo quisiera saber a dónde fue usted en esos 5 minutos que se retiró". Responde el irlandés: "Fui al pub de enfrente, y me tomé 25 jarras de cerveza para ver si podía responder a su desafío". El señor llegó a su casa después del trabajo. Su esposa lo esperaba vestida sólo con un vaporoso negligé que dejaba a la vista todos sus encantos. Sin decir palabra la señora abrazó y besó a su marido. Luego lo condujo a la recámara, y empezó a desvestirlo al tiempo que lo hacía objeto de toda suerte de encendidas caricias. "Está bien, Cliseria -masculló él con enojo-. ¿Qué le hiciste ahora al coche?". FIN.

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