El granjero fue con su hijo a la feria del pueblo a comprar una vaca. Para examinarla le frotó las ubres vigorosamente. "¿Por qué haces eso?" -le preguntó el niño. "Para saber si está sana -contestó el hombre-. Sin examinarla no la puedo comprar". "Caramba -se preocupó el chiquillo-. Entonces ve pensando cuánto cuesta mi mamá. Parece que el vecino te la quiere comprar; todos los días la examina cuando tú no estás"... Los recién casados llegaron al hotel donde pasarían la luna de miel, y la flamante desposada vio un letrero en la recepción: "Desayunos, de 6 de la mañana a 12 del mediodía. Comidas, de 12 a 6 de la tarde. Cenas, de 6 de la tarde a 12 de la noche. Alimentos ligeros, de 12 de la noche a 6 de la mañana". Tras leer eso la muchacha se inclinó sobre su maridito y le dijo al oído: "Vámonos a otro hotel, Leovigildo. Aquí lo tienen a uno comiendo todo el tiempo. No nos quedará tiempo para hacer lo más importante"... Don Crésido, pomposo señor lleno de jactancias y soberbias, iba por la calle cierto día. Caminaba con aire majestuoso, de propietario, como si la vía le perteneciera. Pepito le preguntó al pasar: "Perdone usted, amable caballero: ¿qué horas marca su reloj?". Sacó don Crésido el fino cronómetro que llevaba en el bolsillo del chaleco, pendiente de una leontina, y respondió con voz tonante: "15 minutos más, niño, y serán las 17 horas, o sea las 5 de la tarde, para que mejor me entiendas". Le dice Pepito con la misma cortesía con que había preguntado: "Pues a esa hora me hará usted el favor de ir a tiznar a su madre". Tras decir esa tremenda badomía el pícaro muchachillo prorrumpió en una insolente carcajada de burla y se echó a correr. Don Crésido resintió aquel ultraje cometido contra su elevada dignidad, y salió a escape tras el bellaco niño. Se proponía imponerle un ejemplar castigo y darle una lección moral sacudiéndole las posaderas con su bastón de junco. Al voltear la esquina el furibundo caballero se topó con el buen padre Arsilio, el cura de la parroquia. "¿Por qué corre usted así, don Crésido?" -le preguntó el amable sacerdote. Respondió el alzado señor jadeando como búfalo indochino: "¡Un niño me dijo que a las 5 de la tarde fuera yo a tiznar a mi madre!". "¿Y a qué esa prisa? -le dijo el padre Arsilio sinceramente extrañado-. Todavía faltan unos 15 minutos"... El capitán de paracaidistas daba indicaciones a los nuevos reclutas. Entre ellos estaba nuestro viejo conocido, Babalucas. Les informó el capitán: "Cuando el avión llegue a 500 metros de altura nos lanzaremos". "Disculpe, señor oficial -sugirió Babalucas-. ¿No sería mejor tirarnos de unos 100 metros de altura, o mejor todavía, de 50?". "A esas alturas -responde el instructor-, correríamos el riesgo de que no se abrieran los paracaídas". "Ah, vaya -se tranquiliza Babalucas-. Perdone usted, mi capitán: no sabía yo que íbamos a llevar paracaídas"... El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que sea entre miembros de la congregación, y a ser posible sin escándalo), hablaba con uno de sus feligreses, argentino él. Le dijo: "Recuerda, hermano, que debes amar a tu prójimo como a ti mismo". Exclamó boquiabierto el che: "¿Tanto?"... Don Poseidón, granjero acomodado, compró en la feria de ganado un valiosísimo toro semental. Cuando con él llegó a su rancho lo primero que hizo fue pegarlo al arado y llevarlo a barbechar un campo. "¿Cómo es posible que hagas eso? -se asombró doña Holofernes, su mujer-. Compras un semental finísimo; pagas por él un dineral ¿y lo pones a trabajar en el arado?". "Sí, -contesta don Poseidón-. Quiero que el animal aprenda que no todo en la vida es pura diversión"... En el barco que hacía un crucero por el Mediterráneo varios pasajeros estaban en cubierta tomando con el capitán una copa de champaña. Se hablaba de mujeres -¿de qué otro tema puede hablarse con una copa de champaña en la mano?-, y todos hacían jactancia de sus proezas amorosas, menos el capitán y un señor muy serio, que oían sin hablar lo que los otros decían. De pronto el severo señor rompió su silencio y declaró con grave acento: "Aunque he viajado por los siete mares, aunque he estado en los cinco continentes, nunca he necesitado tener tratos de fornicio con mujer alguna. Abrigo la absoluta convicción de que mi esposa es la mejor para hacer el amor". "Y no se equivoca usted, amigo mío" -confirmó solemnemente el capitán... FIN.