Desde que salió de su casa esa mañana don Augurio Malsinado supo que aquel no iba a ser su día. ¿Por qué lo supo? Porque lo meó un perro. Y no un perro fino -digamos un Griffon Bleu, Lhasa Apso o Rafeiro do Alentejo-, sino un desgraciado can corriente, de la calle, amarillo por más señas, sarnoso y maloliente. El perverso animal se acercó a don Augurio, que en la esquina esperaba su autobús, y después de oliscarle la pernera del pantalón alzó la pata y dejó en el fino casimir la profusa señal que empleaba para marcar su territorio. Se alejó luego, impertérrito, como si lo que hizo no hubiera sido una muy reprochable falta de urbanidad, sino una gracia o travesura para ser celebrada con aplauso y risas. "¡Cabrón perro! -dijo Malsinado para sí, al tiempo que volvía la vista a todas partes a fin de comprobar si alguien había visto aquel desaguisado-. ¡Tu vil acción no va a quedar impune, perdulario! Haré acto de presencia en la municipalidad y pediré que se hagan más severas las sanciones contra los canes que atenten contra el respeto debido a las personas. Camina uno por las calles como por un campo minado, temeroso de pisar alguna deyección canina, y para colmo un perro sato viene y sin ningún derecho ni miramiento alguno te mea el pantalón, exponiéndote al escarnio y ludibrio de los arrapiezos y léperos vagantes que por la vía pululan. ¡Pero esto no se va a quedar así!". Regresó a su casa para cambiarse el pantalón, pues el que llevaba despedía ya un tufo ingrato. Y su presentimiento se cumplió: halló ahí a su suegra, que había llegado a pasar "una temporadita" con su hija. La última temporadita que la señora pasó ahí duró, según la cuenta que hizo don Augurio, dos años, cuatro meses, 28 días y 11 horas. Malsinado se sintió desfallecer por la penosa impresión que le causó la llegada de su suegra. "No supe que estaba usted aquí, suegrita -le dijo, zalamero-. ¿Dónde dejó su escoba, quiero decir su coche?". La mujer hizo caso omiso de la chocarrería. Le ordenó al yerno: "Lleve mis cosas a mi cuarto". Así dijo: "Mi cuarto". Sus cosas eran seis maletas -cuatro de piel y dos de lámina-, nueve cajas de cartón atadas con mecates, un paraguas más grande que el quitasol de Robinson, una sombrerera, un abanico de Pedro Infante y un gato de sospechosa catadura que al ver al dueño de la casa se arqueó, erizado igual que si anunciara el Halloween, y le mostró las uñas y los agudos dientes. Obedeció don Augurio, pero esa misma tarde fue a una tienda de animales y se compró una serpiente de cascabel, una tarántula venenosa, media docena de alacranes y un escorpión letal. Por la noche los puso a ocultas en la cama donde se acostaría su suegra. Terminada la cena la señora subió a su habitación. Después de un rato se oyó un grito espantoso. La mujer salió del cuarto, enloquecida. Su hija se impuso de lo sucedido, y hecha una furia llamó a la policía. "¡Asesino!" -le gritó a su marido. Llegó al punto una patrulla (ruego a mis cuatro lectores no olvidar que esto es un cuento), y dos corteses y educados agentes de la autoridad llamaron a la puerta de la casa. Abrió la esposa de don Augurio, y con palabras entrecortadas por la ira narró a los policías lo sucedido. Los agentes pidieron ver a la suegra. Vestía la señora una piyama de popelina anaranjada, calcetones morados y pantuflas en forma de tortuga. Llevaba en la cabeza varias decenas de papelillos blancos que la mujer usaba para rizarse la hirsuta pelambrera, y traía cubierto el rostro por una espesa crema verdinegra que le daba un asombroso parecido con el Monstruo de la Laguna Negra, según recordó uno de los policías, que en su niñez había visto esa película. ("Creature from the Black Lagoon", 1954, con Richard Carlson y Julie Adams). "¡Detengan ustedes a ese criminal! -clamó la suegra, repuesta ya del patatús-. ¡Puso en mi cama una víbora de cascabel, una tarántula, seis alacranes y un escorpión letal! ¡Llévenlo a la silla eléctrica, a la horca, a la guillotina, al paredón!". El oficial se volvió hacia don Augurio y le anunció: "Está usted arrestado". Mientras le ponía las esposas el policía le preguntó a su jefe: "¿Qué pondremos en nuestro reporte? ¿Que detuvimos a este hombre por intento de homicidio?". "No -replicó el otro echando una nueva mirada a la suegra-. Eso se justificaría, y saldría libre. Pondremos que lo arrestamos por maltrato a los animales". FIN.