¡Cómo han cambiado los tiempos, Señor, cómo han cambiado! Compartiré hoy con mis cuatro lectores un recuerdo de mis tiempos de reportero novel. Había sido yo corrector de pruebas, que era un trabajo de taller, no de la redacción. Me esmeraba en hacer las cosas bien. Cuando haces bien las cosas siempre hay alguien que lo nota, lo mismo que cuando las haces mal. El director de aquel mi primer periódico, "El Sol del Norte", don Carlos Herrera Álvarez, hombre bueno, bonísimo, me ascendió a reportero. Lo fui primero de policía, el puesto más bajo entonces de la jerarquía reporteril. Entiendo que ahora es el principal. Fui ascendiendo poco a poco, no porque fuera yo bueno, sino porque los mejores se iban a Monterrey o a la Ciudad de México. Llegué finalmente a cubrir la fuente oficial. Una de mis experiencias iniciales fue informar acerca de la solemne ceremonia que se llevó a cabo para escuchar -y por primera ocasión ver, pues la televisión acababa de llegar a Saltillo- el Informe del señor Presidente de la República. En el Palacio de Gobierno se colocó sobre una mesa un enorme televisor, y una nube de técnicos se aplicaron a la tarea de "ajustarlo" para que se pudiera ver en la pantalla el acto trasmitido desde la Capital. Se nos informó que en la azotea se había instalado un rotor, modernísimo aparato que se hacía girar para captar la señal. (Un compañero preguntó con interés si orientándolo hacia la zona roja podría verse el canal del Playboy). Nerviosamente el señor Secretario General de Gobierno esperaba con ansiedad el resultado del trabajo de los técnicos, pues el salón estaba lleno ya y lo único que se veía en la pantalla era nieve -así se decía-, y lo único que se oía era estética, según manifestó uno de los técnicos por decir "estática". El gobernador había viajado en persona (que es la única manera de viajar) a la Capital, a fin de estar presente, también en persona, en el Informe. Su Secretario, entonces, presidía el acto. De pronto, como por milagro, surgieron del aparato las vibrantes notas del Himno Nacional. Todos nos pusimos en pie para escucharlas. Apareció luego en la pantalla una imagen borrosa y esfumada, como entidad de sesión espiritista. ¡Era el Señor Presidente de la República! Otra vez nos pusimos en pie y le tributamos a la esfumada y borrosa entidad una cálida ovación. Oímos entonces con atención profunda la lectura del Informe. Cuando escuchábamos aplausos aplaudíamos también poniéndonos en pie. Así hicimos hasta que terminó la lectura, que duró tres horas. Luego el Secretario ordenó que se descorcharan unas botellas de sidra -la ocasión lo ameritaba- y brindamos por el Señor Presidente y por la Patria, en ese orden. ¡Cómo han cambiado los tiempos, Señor, cómo han cambiado! Ahora el Presidente ya no es el Señor Presidente, sino el presidente a secas. No hace acto de presencia en el recinto parlamentario, pues se expone a recibir toda suerte de vituperios y maltratos por parte de la multitud embravecida y fiera. Envía por interpósita persona un cartapacio con su Informe, y posteriormente dirige un mensaje a través de la televisión. Aunque, pensándolo bien, después de todo las cosas no han cambiado tanto: también ahora la imagen presidencial se mira borrosa y esfumada en la pantalla, como entidad de sesión espiritista. Desde luego tiene sus ventajas eso de que el presidente de la República no sea ya el Señor Presidente de la República, cuya voluntad omnímoda se imponía sobre todos los mexicanos. En la actualidad tenemos partidos políticos cuya voluntad omnímoda se impone sobre todos los mexicanos. Eso le da más variedad a la política, si bien mantiene en permanente parálisis a la Nación. No pretendo decir -lejos de mí la temeraria idea- que todo tiempo pasado fue mejor. En las cosas que tiene que ver con la política, es decir con el ejercicio del poder, todo tiempo pasado fue igual. Pero no puedo menos que decir por tercera y -lo prometo- última vez: "¡Cómo han cambiado los tiempos, Señor, cómo han cambiado!". Procedo en seguida a bajar el telón de este articulejo, que hoy vistió ropas de melancolía, no sin antes confesar que de repente siento aquella íntima tristeza reaccionaria que dijo el poeta de Jerez. Y salgo de la escena borroso y esfumado yo también, como entidad de sesión espiritista... FIN.