La esposa de Babalucas se sorprendió al ver a su marido en cueros, y con un bote de pintura y un pincel. "¿Qué haces?'' -le preguntó asombrada. "Voy a ir a jugar golf -explicó el badulaque-. El campo está cubierto por la nieve, y me aconsejaron pintar de color mis pelotitas para que no se me vayan a perder''... El joven Drácula les comentó a sus amigos: "Mi papá es un anticuado. A las mujeres todavía las muerde en el cuello''... En medio del acto del amor el esposo le dijo a su señora: "Me gustas para jugadora de ajedrez''. "¿Por qué?'' -se extrañó ella. Replica el individuo: "Porque haces un movimiento cada media hora''... A aquella madura señorita soltera la llamaban "Hernán Cortés''. Todas sus noches eran tristes... Dos flautistas hacían una gira de conciertos que los llevó a cierto país gobernado por un terrible dictador. El tirano les ordenó que tocaran en un baile. Los flautistas, intérpretes de música clásica, se sintieron insultados y se negaron a tocar. El déspota, furioso, hizo que sus jenízaros los apresaran y los llevaran ante él. "Como castigo -les dijo- deberán meterse sus flautas ya saben por dónde''. Atribulados, los músicos procedieron incontinenti a obedecer la orden, única manera de salvar la vida. Uno de ellos lloraba por aquel indigno atropello que lastimaba -aparte del ya saben qué- su recato y su honor. El otro trató de consolarlo. Le dijo: "Veamos el lado bueno de las cosas, compañero. No somos trombonistas''... El doctor Cayetano Puig fue un querido personaje de Saltillo. Cubano de origen, conservó siempre el sabroso acento de la Isla y el porte y elegancia de los caballeros de su país natal. Invariablemente vestía de blanco; se cubría con un finísimo panamá y caminaba con bastón. Tenía un gran perro de nombre Coronel, que lo acompañaba en su paseo vespertino por la calle de Victoria, la rúa más señorial de la ciudad (por eso le digo rúa). Una madrugada mi inolvidable amigo Gustavo Solís y yo deambulábamos por la hermosa alameda saltillense. Noctívaga fue mi primera juventud. ¡Cuántas cosas gané perdiendo el tiempo en abstrusas disquisiciones nocturnales sobre los dos temas de mayor importancia para el hombre: la mujer y Dios! De esas cuestiones íbamos hablando cuando avistamos al Coronel. De seguro había escapado de su casa movido por los inapelables efluvios de alguna hembra placentera, y andaba ahora perdido. Mi amigo veía con reconcomio al perro, pues alguna vez el Coronel le sacó un susto de órdago al ladrarle en la cara cuando pasó junto a la verja de la casa del doctor. Quiso cobrar venganza, entonces. Con zalameras palabras engañosas lo llevó hasta el lago que en la alameda está. No conocía yo la perversa intención que en su corazón guardaba mi amigo. De haberla conocido me habría unido a ella, pues también a mí me había ladrado igual el Coronel. El caso es que ante mi sorpresa hizo caer con un empujón al pobre can en las heladas y profundas aguas del lago. ¡Horror! Nos dimos cuenta de que a causa de su vida regalona el Coronel había olvidado el arte de nadar, y por su peso de perro bien alimentado se hundía en tal manera que de seguro se iba a ahogar. Al punto Gustavo y yo nos arrojamos a las aguas del lago (heladas y profundas, según arriba quedó dicho). Demasiado tarde recordé que yo no conocía el arte de nadar, y si bien no estaba tan bien alimentado como el Coronel, inexorablemente lo iba a acompañar en su tarea de ahogarse. Gustavo, como pudo, nos salvó a los dos de una segura muerte. Estábamos en la orilla los tres, temblando por el frío y por el susto, cuando llegó el gendarme municipal. Nos iba a detener por aquel atentado, no contra el perro, sino contra el orden público, el cual merecía más respeto que el animal. Gustavo le dijo, suplicante: "¡Reconózcame, sargento! ¡Soy Solís!". El policía, halagado por el ascenso, se dignó recordar que, en efecto, conocía a mi amigo, redactor de la página roja en el periódico local. Nos dejó ir, aunque insistía en arrestar por lo menos al Coronel. Invocamos nosotros la inocencia del pobre animalito, y el hombre permitió, magnánimo, que lleváramos al asustado perro a su casa. Hago este relato tan prolijo para decir que eso de reconocer es ejercicio de magnanimidad, pues de otro modo se la pasa uno desconociendo a todos. En eso se ha vuelto experto López Obrador: tiene el interesante hobbie de coleccionar presidentes espurios. Ya ha desconocido a dos. ¿Quién será el siguiente?... FIN.