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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

A veces me preguntan cuál es mi religión, y mi estado civil. Respondo: "Soy católico. Creyente, no practicante. Y soy casado. Practicante, no creyente". Digo eso un poco en broma, pues la verdad es que creo en algo -en alguien- superior a mí, y disfruto estar en asamblea con quienes creen lo mismo. Y aunque la institución matrimonial esté hoy en crisis, pienso que el matrimonio es la mejor expresión social del vínculo que une a dos personas que se aman. También la religión se encuentra en crisis. Leí una estadística según la cual uno de cada cinco norteamericanos es "none", nueva expresión usada para designar a quienes no profesan ningún credo religioso. Su número en Estados Unidos es sólo menor al de los católicos, y supera la cifra de quienes se declaran protestantes, pues, aunque éstos son mayoría, el protestantismo está dividido en diversas denominaciones, menores todas en número a los católicos y "nones". Yo creo que creer ayuda mucho, sobre todo en las horas sombrías. También ayuda en la felicidad: uno de los problemas de ser ateo es que no tienes a quién darle las gracias por cosas como la vida, el amor, el pan sobre la mesa o la luz del sol. Desde ese punto de vista la religión es buena. Pero pienso que mucha religión es mala. Los hechos muestran que los pueblos con mayor fanatismo religioso, de cualquier signo que sea ese fanatismo, son los más atrasados. En Norteamérica los estados sureños, que se precian de ser los más cristianos, fueron los que se resistieron mayormente a la integración racial. Sus predicadores usaban la Biblia para justificar la esclavitud, lo mismo que la discriminación e injusticias que sufrieron hasta bien entrado el siglo veinte los hombres y mujeres de color. En lo personal no creo que sea necesario profesar algún credo religioso para ser bueno. Hay una ética laica que puede guiar la conducta personal tan bien o mejor que la pertenencia a cualquier religión institucionalizada. Y es que esa ética no se basa en el miedo a un castigo o en la esperanza de un premio ultramundano, sino en la razón y en el reconocimiento de los demás como personas a quienes se debe respetar, y ayudar cuando lo necesiten. Fui profesor de Derecho Romano. En el Digesto de Ulpiano hallé tres mandamientos que se podrían llamar civiles, cuyo cumplimiento llevaría a una vida de bien: "Honeste vivere; alterum non laedere; suum cuique tribuere". Vivir honestamente; no hacer daño a nadie; dar a cada quién lo suyo. En todas las religiones hay gente buena. Hay también ateos malos. Pero no sé de ningún ateo que haya matado a alguien por no ser ateo como él... El fanatismo en cualquiera de sus formas conduce a extremos perniciosos. Un hombre que vivía en Tzintlitlán se propuso dar a su pueblo fama de hospitalario. No lo hacía por impulso filantrópico, sino porque era dueño del único hotel y la única fonda del lugar. Así, se aplicó a repartir volantes en los pueblos convecinos en los cuales invitaba a la gente a disfrutar "la típica hospitalidad de Tzintlitlán". Sucedió que un viajero extravió el rumbo y fue a dar a ese apartado lugarejo. Era de noche ya; las calles estaban desiertas y vacías. Llamó a la puerta de una casa para pedir orientación. La casa resultó ser la del propagandista de la típica hospitalidad de Tzintlitlán. Su esposa abrió la puerta, y le dio al viajero las direcciones que pedía. "¿Qué haces, mujer? -la reprendió el marido-. No tengas al señor afuera. Invítalo a pasar, para que goce la típica hospitalidad de Tzintlitlán". Aceptó el viajero la invitación, y tomó asiento en la sala. "Ofrécele un café -le ordenó a su esposa el hombre-. Haz que nuestro visitante conozca la típica hospitalidad de Tzintlitlán". El otro agradeció el convite. Le dijo su anfitrión: "Debo ir a hacer corte de caja en mis negocios, amigo mío. Pero mi esposa se quedará con usted y le demostrará la típica hospitalidad de Tzintlitlán". Bien que se la mostró la señora. Tan pronto salió su marido le ofreció al visitante una copa de licor, y otra, y otra más. Una hospitalidad condujo a otra, y ahí mismo, en el piso de la sala, el viajero empezó a disfrutar en brazos de la atractiva dama la típica hospitalidad de Tzintlitlán. Gozándola estaba -la hospitalidad- cuando volvió el marido. "¿Qué haces, mujer?" -le preguntó enojado a su señora. Antes de que la aturrullada esposa pudiera decir algo el dueño de la casa prosiguió su severa reprensión: "¿Has olvidado acaso la típica hospitalidad de Tzintlitlán? Ponte una almohada abajo, que así en el suelo se le van a enfriar los éstos al señor"... FIN.

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