El Hermano Frías, eminente pintor discípulo de Gonzalo Carrasco, jesuita como su maestro, pintó un gran lienzo para decorar el salón de actos del templo de San Juan Nepomuceno, en mi ciudad. El cuadro representaba a Colón en el momento de mostrar a los reyes de España las riquezas de la tierra a que llegó. Aparecían ahí el oro refulgente, las coloridas plumas, exóticos ejemplares de flora y fauna, las máscaras de jade y obsidiana. Se veían también indios ataviados con fastuosas vestimentas, y españoles que contemplaban, asombrados, aquellas maravillas. Entre el lucido cortejo estaba un niño. Para pintarlo el Hermano Frías escogió de modelo a mi padre, pequeño escolar del Colegio que los ignacianos fundaron en Saltillo. Yo iba frecuentemente a ese salón. En él hice mi tempranísimo debut teatral. El Padre Quiñones escribió un dramático texto en el cual algunas estrellas veían desde su altura los males de la Tierra y expresaban su opinión sobre ellos. Yo, moconete de 5 años, era la estrella Sirio, y reprobaba con acritud la invasión de Checoslovaquia por los nazis. Entiendo que aquella lapidaria crítica no tuvo ningún efecto en el teatro de la guerra, pero eso no quita méritos a la denuncia del Padre Quiñones, ni menos aún a mi actuación. Luego salí en sainetes de risa loca, y canté muchas veces en la coral del invicto y triunfante Colegio Zaragoza, lasallista, trozos de ópera y zarzuela, endechas de Esparza Oteo y Tata Nacho, y bellos himnos patrióticos, algunos de Cuba, de donde habían llegado algunos de nuestros profesores. "¿No recuerdas, gentil bayamesa, / que Bayamo es un sol refulgente, / y que puso un soldado valiente / en tu suelo el pendón tricolor?...". Eso era cantar. De tanto ir a ese salón se me grabó en las telas de la memoria la tela del Hermano Frías, y sentí desde entonces amor por España, por sus gloriosas locuras y por sus locuras gloriosas, imagen muchas veces de las de San Quijote. Bajo el influjo del poderoso país que tenemos de vecino al norte algunos escribidores de la historia de México se ocuparon en difundir la leyenda negra de España; negaron todo valor a lo que de España vino a México, y describieron con las tintas más negras la obra de la conquista y el tiempo de la mal nombrada Colonia. Tal es la versión simplista y maniquea que pintó Diego Rivera en sus murales, sobre todo en los del Palacio Nacional. Ese faccioso relato de la historia dividió a los mexicanos en hispanistas e indigenistas. Ambos bandos -"católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de época terciaria" dijo de ellos Ramón López Velarde- se combatieron con inquina y furia. Increíblemente, algunos guardan todavía esos rencores. Su actitud es tan obsoleta y anacrónica que ya resulta pintoresca. El día de hoy, llamado de la Raza, habrá danzas autóctonas y sahumerios más falsos que busto de vedette. En medio de esa escenografía naif no faltará quien maldiga la memoria de Colón por haberse topado con América, ni de Cortés por haber tenido la mala ocurrencia de aliarse con unos indios para guerrear contra otros indios. Yo sonreiré con sonrisa depravada -otra vez López Velarde- al ver esas risibles ineptitudes de la inepta cultura, y recordaré los chistosos extremos a que llegaron los que hace 20 años, en ocasión del quinto centenario del Descubrimiento, renegaron de lo que sucedió hace 500 años. Quienes con tal motivo hablaron mal de España no se pararon a pensar que lo estaban haciendo en español. Yo amo por igual mi herencia indígena e hispánica. Amo a la Patria, y amo a la Madre Patria. Me conmuevo ante una pirámide, y me conmuevo también frente a un retablo churrigueresco. Me santiguo, y luego me sahúmo con copal, por si las dudas -o me sahúmo con copal, y luego me santiguo, por si las dudas- tanto en presencia del malinchismo que desprecia lo nuestro que de la xenofobia que niega valor a todo aquello que de fuera viene. Este día me permito exhortar con el mayor respeto a los países de América Latina a valorar en igual forma su legado indígena y la herencia que nos llegó de España o Portugal. Los exhorto igualmente a conservar las gloriosas ruinas de nuestro pasado. Y los exhorto, por último, a que me envíen algunas muestras de sus productos naturales o manufacturados, como prueba de que han sabido fincar en ese heróico pasado su prosperidad presente y la esperanza de su porvenir. De antemano muchas gracias. FIN.