Se le juntó la chamba al Rey. Tan cómodo que estaba Juan Carlos sentado en el trono, saludando, reinando, posando para los euros y, de repente, una ola de desgracias.
El yerno guapo salió bueno para desviar fondos, el nieto se da un balazo, las articulaciones le rechinan, lo operan del pulmón, le dan un portazo en el ojo, pierde audición y lo que faltaba: se le zafa la cadera cazando elefantes en Botswana. Bueno, al menos esto último ocurrió en un ambiente exótico y no de un resbalón en la escalera, que es un accidente muy frecuente entre los señores de más 70 o mujeres que ya escuchan el temido “toc, toc”, “¿quién es?”, “¡la menopausia!”.
Cuando leí la noticia del accidente de cacería, mi yo interno maligno se alegró. No supe si reírme porque, en estos asuntos en los que hay doble víctima, nunca quedas bien. Por un lado, pobre Rey. Por el otro, pobre elefantito.
Qué maravilla son los elefantes, ¿no? Cada vez que los veo en algún documental, circo o zoológico, digo: “Mira, qué fantásticos”. En vivo, la verdad es que sólo he tenido dos experiencias paquidérmicas cercanas. Quisiera poder describir que fue en un hermoso paraje africano o en la India, pero no. Esta sincera columnista debe decir que la única vez que le acarició la trompa a un elefante fue en ¡el estacionamiento de TV Azteca! Y el día que monté a uno, fue en. ¡una feria en Miami! Así es la vida, que te sorprende cuando menos lo imaginas.
A mí, lo que me gustará saber es qué pensó el Rey de España cuando mató al pobre orejón. Acaso: “Te voy a cortar la cabeza y voy a colgarla en la Zarzuela”, “Me voy a hacer muchas botas”, “De aquí salen unos taburetes comodísimos” o ¿qué demonios?
Y mientras todo el mundo lo odia por exterminar elefantes, él no dice ni pío. Un día le preguntaron a la Reina Sofía por todos los chismes, chistes y caricaturas sobre la familia real y ella contestó: “Hay que tener los nervios templados y, aunque te estén manchando, que la sangre no llegue al río. Los Reyes no se defienden”. Precioso.
Y de un Rey, pasamos a otro Rey, al de las fans: Luis Miguel.
Debo confesar que el fin de semana estuve en su fiesta de cumpleaños. Comida argentina, vino Único, paletas de bombón con su cara, pastel de 42 velas y show.
Ésta, su columnista, se divirtió de lo lindo, pero tomó tanto vino tinto que, en un momento dado, fue al baño, ese cuartito donde se forjan las cosas más raras y caprichosas.
Fue entrar y ¡encontrar a Luis Miguel! Parado ahí, entre rosas blancas y vestuario. Con un aplomo de mujer de verdad, entré y cerré la puerta. Me hubiera encantado charlar con él, pero el cuerpo me pedía liberarlo. Así que lo dejé hablando solo (qué grosera) y me concentré en mi “multiobjetivo”, que consistía en “hacer del uno” pero sin hacer ruido, pero sin tocar el WC, pero sin que me temblaran las piernas, pero sin poner la bolsa en el piso y sin parar de rogarle a la virgen de los gases que me socorriera.
Todo eso. Y él, tan tranquilo parado del otro lado de la puerta diciéndome: “¿Cómo estásss Martita? ¡Qué gusssto verte! ¡Qué flaca!...”. Bla bla bla bla. Dicho en cristiano: hice pipí mientras Luis Miguel me “susurraba”. A ver, ¡mátenme ésa! Qué momento tan íntimo, tan ¿romántico?, y ¡tan surrealista!, porque yo, sí era yo, pero él, no era él. ¡Era el doble! Luis Antonio Pineda, quien es impresionante.
¿No les parece bellísimo cantar “Las Mañanitas”, desear parabienes y festejar sin el festejado? Las fans, que están hechas de diferente madera.