Demasiadas relaciones y tan poco amor
El instinto erótico pertenece a la naturaleza original del hombre... Está relacionado con la más alta forma del espíritu.
Carl G. Jung
“Pura vieja”, decía papá de un modo que yo percibía devaluatorio porque para él como para casi todos los machos de su generación, sólo engendrando varones confirmaban su masculinidad. Pura vieja éramos mamá, mis tres hermanas y yo, la más vieja de todas porque en aquel ramillete de azucenas, hasta mamá era menor de edad.
En nuestro pequeño castillo de la pureza jamás se escucharon palabras como orgasmo, pene o vagina, que ahora los niños de mis niños usan con toda propiedad. Tendría cinco años cuando en el kínder descubrí a los varoncitos y me gustaron muchísimo. Los seguía encantada hasta el territorio prohibido, nuestro escondite en el ruinoso casco que formaba parte del Colegio Cervantes, para jugar con ellos ‘al doctor’ un inocente jueguito que consistía en que la ‘enferma’ se recostara en algún piedrón y ante el grupo de pequeños mirones, el niño ‘doctor’ la auscultara sobándole la pancita, el pechito, las piernitas. ¡Ay, era lindo!
En la primaria las monjas nos aleccionaban contra los pecados de la carne. Lo más erótico que escuché por entonces fueron las preguntas del cura en confesión: ¿te tocas? ¿Cuántas veces? Por ahí de los 12 años -ya lo he contado aquí antes- mientras mi amiga Joroncha y yo conversábamos a la hora de recreo, Purificación Santoveña se derrapó en nuestra banca y así nomás, sin venir a cuento preguntó ¿ya saben que su papá le mete el pito a su mamá?
Más adelante aparecieron los pretendientes de mano sudada hasta que en una matiné, la oscuridad del cine ofreció el tiempo y el espacio para explorar el beso. Todo mi cuerpo estalló, aquello era como tener el sol adentro. Mi noviecito y yo nos besamos dos películas completas. El deseo había encarnado en mi joven cuerpo y pidió más, aunque eso sí, sólo tímidos toqueteos bajo la blusa y nada bajo la falda. La virginidad, ese pequeño territorio donde la familia depositaba la honra, era intocable. Tesoro destinado sólo al futuro marido a cambio del vestido blanco y la obligación de responsabilizarse por nosotras de por vida.
Maniatada por la virginidad llegué al matrimonio. Tocar, oler, sentir el cuerpo desnudo de mi joven esposo, me gustó. Mucho. Aunque a mi alma y a mi cuerpo les tomó algún tiempo acceder a la intimidad, ese espacio sagrado donde se inventa la vida, el placer, la afectividad, el secreto, la complicidad, la exclusividad. El descenso a las zonas más profundas de uno mismo.
Para los setenta la aparición de la píldora y la revolución sexual desacralizaron la relación convirtiéndola en cosa tan natural, como comer o beber. El siguiente paso fue el salto de una sexualidad reprimida a una sexualidad abaratada por exceso de oferta. En el cine y en la tele, la cama se convirtió en la gran protagonista. Las películas que antes terminaban con un beso, empezaron con un acostón. Vuélvelo loco en la cama o ¿Eres multiorgásmica?, leo en las portadas de las revistas mientras espero mi turno en la caja del súper.
La desnudez vende bien. Da la impresión de que en la sexualidad moderna no tiene que ver con la persona sino con el cuerpo. Reconozco que no le falta atractivo a gozar del placer de otro cuerpo sin compromiso ulterior. En ocasiones hasta me descubro envidiando la libertad sexual que gozan los jóvenes. Todo puede ser, pero sobre lo que no tengo ninguna duda es que si nada podemos contra los infortunios que nos reserva el tiempo, si la vida es un continuo envejecer y hasta el amor sucumbe al desgaste de los días, los breves instantes en que nos es permitido fundir nuestro cuerpo con el cuerpo amado, justifican ampliamente nuestra atormentada estancia en la Tierra.
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