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Deshaciendo estigmas

La adolescencia subestimada

Deshaciendo estigmas

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María Elena Holguín

La sociedad suele ver a los adolescentes como un sector problemático. De hecho, hasta ahora los programas institucionalizados sólo son reparadores o correctores de los conflictos que los jóvenes enfrentan (y que sin duda son mayores hoy que para las generaciones pasadas). Las áreas de oportunidad existen, y sin embargo todavía no se exploran lo suficiente como para lograr identificarlas y, con ello, conseguir que nuestros chicos tengan la posibilidad de avanzar de forma positiva por esta etapa de transición.

Por naturaleza, la adolescencia se concibe como la etapa vital más compleja de los seres humanos: para quienes la experimentan y los que les rodean, así como para la propia sociedad que no ha aprendido a acompañarla positivamente, sino sólo asumiendo los riesgos en potencia que los adolescentes puede representar dada su vulnerabilidad.

Para la humanidad, la connotación de esta fase resulta poco esperanzadora y en algunos casos hasta se le ha concebido como un ‘periodo negro’, pues no es inusual escuchar comentarios de padres de familia que se lamentan porque sus hijos están por ingresar a la adolescencia, a la par que sus conocidos les dan ‘condolencias’ adelantadas por el inevitable acontecimiento.

Aspectos psicológicos, fisiológicos, sociales, culturales, educativos y de conducta, entre muchos otros, han sido plasmados a través de libros, seminarios, documentales, películas y un sinfín de géneros, difundiendo la percepción del adolescente como protagonista de situaciones marcadas por la rebeldía, la inmadurez y la búsqueda de dificultades.

El lugar común define a los adolescentes como “carentes de”, y partiendo de esta concepción los ubica en una condición de vulnerabilidad o riesgo latente que no permite ver más allá: asumirlos como seres en proceso de cambio que además tienen un alto potencial para convertirse en agentes de transformación de la comunidad a la que pertenecen.

Y es que la atención hacia este sector se concentra en las zonas de conflicto y los riesgos a los que el joven está expuesto y que se vislumbran cada vez mayores a consecuencia de la globalización y la diversificación de las tecnologías.

Por esta razón, al menos el discurso nos dice que “los adolescentes representan una de las máximas preocupaciones del mundo”; pero simultáneamente nos damos cuenta de que en países como el nuestro, los programas orientados a este segmento de la población sólo se concretan a reparar o corregir los problemas que se les presentan. Tan marcada es esta política institucional, que para quienes la ejercen es fácil remitir su pensamiento a los embarazos no planeados, el consumo de las drogas, la violencia y los ni-nis, apenas se les habla de los adolescentes. Es decir, no hay una estructura preventiva y más aún, de desarrollo de sus cualidades, habilidades e intereses para que en lugar de ser una complicación más se conviertan en agentes de modificación social, tan necesarios en la época que vivimos.

Esto provoca que las áreas de oportunidad que se han y se continúan generando para los jóvenes en el mundo y en nuestro país, no se aprovechen e incluso pasen inadvertidas. Afortunadamente el panorama positivo existe, sólo hace falta que avancemos como sociedad y que junto a los chicos, lo conozcamos y exploremos.

¿SIEMPRE HAN ESTADO PERDIDOS?

El concepto de la adolescencia no apareció sino hasta el proceso de industrialización que se vivió en Occidente, el cual marcó un cambio en la conformación de la vida de las personas en lo general. Las civilizaciones antiguas no entendían esta etapa como de transición y ni siquiera la ubicaban como una fase más en el desarrollo, de manera que los individuos prácticamente pasaban de la niñez a la adultez.

En algunos casos, como en la Revolución Industrial europea, los chicos sólo representaban la fuerza de trabajo y eran sometidos a cargas laborales excesivas, lo cual apresuraba y forzaba su proceso de maduración, al ser introducidos al ámbito productivo por las necesidades propias de la época.

Poco después de ingresar en su segunda década de vida, era normal que esos ‘niños-adultos’ contrajeran obligaciones de trabajo, pues además sólo un porcentaje privilegiado tenía acceso a la educación institucionalizada; casi todos debían trabajar para sostenerse a sí mismos y a sus familias. Por lo tanto lo usual era que se casaran y así reforzaran su condición de sujetos con responsabilidades adquiridas.

Por ese motivo, algunos autores describen a la adolescencia como la construcción social producto de la industrialización y modernidad; una creación reciente que sin embargo aún no permea del todo en comunidades rurales o indígenas, de nativos o aborígenes que viven en condiciones tribales o pastoriles en otros continentes.

Incluso en nuestro país, colonias de alta marginalidad o pequeños poblados todavía tienen una incidencia considerable de jóvenes que a los 15 años o menos ya deben incorporarse al mercado de trabajo, en el campo o como obreros asalariados de actividades como la industria de la construcción. Las chicas siguen siendo formadas para que a esa edad sepan atender un hogar. Empiezan la vida adulta muy temprano.

Quienes han logrado salirse de ese parámetro, no escapan de ciertos estigmas o de ser catalogados como ‘raros’ si, por ejemplo, como resultado de un proceso de lucha, esfuerzo y de trabajo individual, consiguen terminar estudios de nivel profesional y después de los 23 años no han contraído matrimonio, pues su situación no se apega a lo que hacen los demás.

De pequeños adultos a pequeños perdidos

En contraparte con lo anterior, son las sociedades altamente industrializadas tanto de Oriente como de Occidente, las que en la actualidad reflejan un efecto retardador en la maduración de los individuos, producto de la dilación en su incorporación al mundo laboral.

Esta situación intermedia en el desarrollo de la vida de la persona es lo que algunos investigadores, entre ellos Erik Erikson y Lawrence Kohlberg, definieron como pubertad y adolescencia: periodos en los cuales las personas comienzan un proceso de transformación con el que por lo menos biológicamente se convierten en seres capaces de reproducirse, aunque sin alcanzar un desarrollo pleno de sus destrezas en el área cognoscitiva y de formación intelectual para integrarse a los mercados de trabajo.

Tenemos entonces que mientras el margen de la niñez se ha acortado, con el inicio de la pubertad alrededor de los 10 años, la adolescencia se ha prolongado hasta los 22 ó 23 años, incluso más, a partir de que los jóvenes emanan hacia el sector laboral. Ello ocurre con mayor acentuación en las clases media, media alta o alta.

Obviamente, dicha posición les lleva también a retardar su capacidad para comprometerse y/o asumir responsabilidades, y como resultante hay un retraso en el comienzo de otras fases de su vida de manera que, por ejemplo, en algunos países la edad promedio para contraer matrimonio se haya elevado a los 30 años o más.

Se estima que en México la incursión de una gran cantidad de mujeres a la planta productiva, a partir del sexenio de Luis Echeverría (años setenta), marcó un parteaguas en la forma de socializar y ‘entrenar’ a quienes estaban por iniciar la preadolescencia y la adolescencia. Y es que si bien el Estado generó las condiciones para que el sexo femenino contara con fuentes de empleo remuneradas, descuidó la atención de los huecos que ello generó en la estructura familiar.

Actualmente en los niveles socioeconómicos de condiciones más o menos aceptables, los niños crecen en un entorno de comodidades, con acceso a otras formas de educación y de emplear su tiempo libre, lo que ha ido conformando una nueva identidad de los adolescentes en el siglo XXI, que en términos generales se caracterizan por una aparente dispersión emocional, intelectual y cognitiva, porque existe una gran disparidad entre el mundo que les hemos creado y lo que su entorno real les está ofreciendo.

Hasta hace algunas generaciones, las proyecciones de los jóvenes se enfocaban en estudiar una carrera para luego ejercerla en un trabajo que quizá les duraría toda la etapa productiva. Como antes el ingreso a la educación superior era aún más restringido, llegar a ese nivel era un verdadero reto y cuando se alcanzaba, llenaba de gloria a aquellos que lo hacían en medio de enormes sacrificios económicos. En familias de la clase trabajadora, lo usual era que los chicos estudiaran y trabajaran a la vez, si querían superarse.

Hoy en día quienes egresan de la universidad no quieren atarse a un compromiso laboral que les va a significar estar encerrados o enrolados en una sola dinámica. Las prioridades en este aspecto han cambiado tanto, que las viejas expectativas de ‘estabilidad’ son remplazadas por una impresionante sed de viajar, conocer, expandirse al mundo y experimentar, aunque ello implique dejar de enfrentar la carga de su propia persona.

Esta visión se ve favorecida con las condiciones que el propio sistema ha propiciado para nuestros jóvenes, las cuales ejemplifican que las posibilidades de conseguir un sitio en el mercado laboral son cada vez menores: se considera que en nuestro país viven casi 19 millones de jóvenes entre los 12 y 19 años de edad; solamente unos 100 mil pueden costear una educación superior privada, que teóricamente les significará empleos mejor remunerados, aunque en realidad ni siquiera les garantiza una vacante.

Toda esta dinámica propia de la sociedad neoliberal y posmoderna, ha remarcado entre los jóvenes el miedo al compromiso, a asumirse como adultos y aceptarse como tales.

REALIDAD O ESTIGMA

Con la llegada de esta etapa se presentan diversas alteraciones no sólo físicas, sino también a nivel emocional, social y del desarrollo intelectual.

En la adolescencia temprana (entre 10 y 14 años), la preocupación de los chicos se centra en la rapidez con la que suceden las transformaciones corporales, su comparación con otros y la imagen que obtienen de sí frente al espejo.

Las modificaciones fisiológicas como el inicio de la menstruación o las poluciones o eyaculaciones nocturnas, traen consigo también variaciones de humor mediante los cuales los adolescentes realizan una separación progresiva de su niñez: melancolía, inseguridad, sensación de incomprensión y la necesidad de establecer lazos estrechos con sus iguales por el deseo de tener el cariño y apoyo de un confidente.

Posteriormente, en la adolescencia tardía (15-19 años) se ocupan más por arraigarse a un grupo como parte de su búsqueda de identidad. Es en este proceso cuando los adolescentes se prepararán para los roles que habrán de desempeñar en la adultez, y su preocupación por el cuerpo empieza a superarse; su autonomía se afianza. Surgen conductas de riesgo cuando los chicos experimentan sentimientos de omnipotencia o rebeldía, si por ejemplo sus padres se empeñan en seguirlos tratando como niños frente a sus amigos o compañeros de escuela.

Pero si bien la adolescencia es un periodo de ‘sufrimiento’ por los cambios que ya mencionamos, la sociedad suele atribuirle características que no necesariamente la integran, llegando a establecer estigmas por los que se pierde de vista la condición de los jóvenes como seres en proceso de construcción social e individual.

Una de esas etiquetas ubica a los adolescentes como seres vulnerables a los sentimientos e incapaces de tolerar una frustración, cuando precisamente una característica que los identifica es la gran capacidad que tienen para amar a quienes les rodean y para soportar las desilusiones que ese sentimiento les puede provocar.

Contra lo que la generalidad de los adultos podríamos creer en el sentido de que no tienen deseos o interés por lo que se les ofrece, se distinguen por la energía que le pueden imprimir a cada actividad que realizan. El problema en este caso, es que el sistema no les brinda los canales adecuados para encauzar positivamente toda esa energía.

Aunque se habla igualmente de que los adolescentes son rebeldes casi por naturaleza, esta perspectiva parte de nuestra visión como adultos; la realidad es que únicamente tienen comportamientos sociales individuales diferentes a los nuestros. Y es que como parte de su mecanismo natural para afianzarse como personas adultas y sólidas, los chicos suelen devaluar todas las imágenes de autoridad que tienen ante sí, mas no a las personas que las representan.

Por otra parte, los adolescentes tienen un alto potencial cognitivo que les permite tener abiertos muchos canales para realizar diferentes actividades a la vez. Los adultos asumimos esta postura como una ‘confusión’ y generalmente nos referimos a ello como “que se quieren comer el mundo”, si bien lo que pasa es que su energía y disposición de aprender les da para aplicarse en todas las cosas que les despiertan interés.

En el peor de los casos, las sociedades han atribuido ‘defectos’ a los chicos, por ejemplo catalogarlos como un grupo de población no productivo, asumiendo que están llenos de tiempo libre; los vemos como seres ‘desorientados’ porque dentro de esa inseguridad con la que los concebimos, aunada al exceso de tiempo libre y a la falta de deseos e intereses, damos por hecho que tienen una mayor tendencia a desviarse a comparación de otros individuos, pues sus objetivos aún no son claros. Incluso los llegamos a considerar con cierta inclinación a la promiscuidad sexual, cuando en realidad sí tienen un gran interés por la sexualidad pero la inmensa mayoría no la ejerce por los temores naturales a las consecuencias: enfermedades venéreas, embarazos no planeados, etcétera.

Lo anterior nos refleja que como adultos, hemos tratado de encontrar en la juventud el espacio propicio o el ‘chivo expiatorio’ de los males sociales, desde una perspectiva equivocada y altamente discriminatoria hacia ellos.

PELIGRO IN CRESCENDO

La dinámica familiar se ha modificado de tal forma que mientras hace algunas décadas había siempre alguien al cuidado de los adolescentes (generalmente la madre), en la actualidad permanecen solos gran parte del tiempo y eso los lleva a reforzar la búsqueda de iguales (lo cual de antemano es una característica propia de su edad); pero en algunos casos la influencia que encuentran puede resultar poco favorable en su proceso de formación.

Y es que por necesidad o como resultado de una política institucionalizada, padres y madres tienen que trabajar más horas para proveer a los hijos de lo que necesitan, dejando vacíos los espacios de socialización que antes eran naturales y espontáneos. Desde hace años, difícilmente se generan oportunidades de convivencia entre los abuelos, la pareja y los hijos, pues la rutina de las familias no lo permite.

De manera directa esto ha incidido en que los adolescentes carezcan de una figura cercana a imitar, de ejemplos a seguir; además se han distorsionado los valores, hoy por hoy sobrevaloran la individualidad y están cada vez más alejados de la solidaridad y el trabajo en equipo, entre otros componentes.

En algunos países los chicos pasan más tiempo en la escuela, o bien tienen la posibilidad de desarrollar actividades extraescolares que los mantienen ocupados y explotan otras habilidades fuera del ámbito de las aulas. Pero en México ese tipo de complementos está disponible sólo para ciertos niveles socioeconómicos, de manera que el grueso de nuestros jóvenes transcurre su tiempo libre entre los amigos, la televisión, el teléfono móvil, los videojuegos y las redes sociales.

El acceso indiscriminado a todas esas herramientas tecnológicas los pone en riesgo, sobre todo si no han desarrollado la experiencia de vida suficiente ni han recibido la orientación sobre los peligros a los que podrían enfrentarse.

Las amenazas que van desde la recepción de contenidos y mensajes distorsionados acerca de la sexualidad; abuso cibernético o ciberbullying, sexting y otras más, están latentes si -como ocurrió con la televisión en sus inicios- no existe la mediación familiar ni la comunicación que permita tener claridad sobre el tipo de personas con las que los jóvenes interactúan constantemente. Al respecto, hay quienes piensan que precisamente las nuevas formas de interactuar por medio de mensajes de texto o instantáneos, y desde luego las redes sociales, le arrebatan a este grupo la habilidad para la interacción personal, lo cual se refleja sobre todo en su dificultad para establecer relaciones sólidas y profundas. Esa especie de free afectivo y emocional los puede volver más pragmáticos y aislados, de manera que un encuentro íntimo quizá lo verían sólo como parte de un proceso de intercambio sexual sin mayor profundidad dentro del vínculo con otra persona. De ser así, al llegar a la edad adulta, esto se reflejaría en un gran temor a las relaciones de pareja y de concretar alguna, lo harían con la idea de que no será para siempre.

Por otra parte, hay quienes opinan que como sociedad estamos exagerando acerca de los efectos de estas formas de interactuar, sin dejar de reconocer la importancia que tiene la comunicación desde el seno familiar para que los chicos simplemente no se vayan ‘por la libre’ en este aspecto de su desarrollo.

Un sistema que ya no responde

En apariencia nuestro sistema económico ofrece gran cantidad de cosas a las que es imposible acceder si no se tienen los recursos suficientes. Dicho aspecto incide directamente en la formación de los adolescentes, pues aunque tienen a la mano toda clase de información, el grueso de los jóvenes no puede adquirir bienes de consumo.

Si bien recibir una vasta carga informativa puede ser un motor de motivación para que los chicos opten por prepararse y obtener la superación que les permita acceder a dichos satisfactores, también podría llevarlos a tomar el camino fácil en determinados sectores sociales, haciéndolos vulnerables a caer en conductas negativas que de hecho son las que se reproducen mediante la violencia descarnada que nos afecta hoy en día.

Diversas instituciones de nivel superior han desarrollado algunos estudios en donde se refleja que para algunos púberes o adolescentes, los criminales se han convertido en los ejemplos a seguir y los personajes a imitar, aunque todavía se requieren investigaciones más puntuales para establecer la manera en la que influyen todas estas situaciones de la realidad actual, en las aspiraciones de los jóvenes.

En términos generales, nuestros adolescentes se enfrentan a un sistema que no les provee lo que debería: instituciones de seguridad que no la están brindando ni la garantizan; una estructura de salud que no los atiende o lo hace de modo deficiente; un sistema educativo que no les asegura el triunfo después de transcurrir por todas sus fases; y una organización religiosa que no asegura la trascendencia espiritual.

Desde luego, todo lo anterior impacta en nuevas formas de comportamiento social caracterizadas por la desorientación, la difusión y la rebeldía.

Por otro lado, quienes por diferentes circunstancias interrumpieron su educación formal y no desempeñan alguna actividad remunerada, identificados con la etiqueta de ni-nis (ni estudian ni trabajan) se enfrentan a un escenario todavía de mayores carencias y menores alcances a sus derechos fundamentales.

En nuestro país las estadísticas oficiales aseguran que sólo el 1.4 por ciento de la población -285 mil jóvenes- reúne tales características (se estima el 75 por ciento de ese grupo pertenece al sexo femenino). Sin embargo, existen otros datos que indican la existencia de hasta siete millones de ni-nis, por ejemplo los de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), los cuales señalan además que paradójicamente de todas las naciones que la integran, México es el país que más recursos invierte a la educación. Esta disparidad en los números es un ejemplo más de que ni siquiera las propias estructuras de gobierno tienen claridad respecto de la situación real y las condiciones en que se están desarrollando nuestros futuros adultos.

ESCENARIO SUBESTIMADO

Las circunstancias actuales han propiciado que se acentúe el criterio de pensar en la adolescencia como un ciclo de descubrimiento vinculado con lo negativo y no con el desarrollo.

Hay quienes se encargan de fomentar los prejuicios acerca de la situación actual de los jóvenes, con todas las herramientas en las que se apoyan, sin valorar que esa modernización les ha permitido desarrollar una visión mucho más amplia de la realidad.

La globalización y todo lo que ésta ha traído consigo (un mayor contacto con la tecnología, diferentes formas de relacionarse con los demás y de recibir educación, información de otras culturas y más aportaciones) les ha servido para expandir su gama de aprendizaje, de manera que cuando muestran interés en algún tema, llegan a convertirse en expertos.

El problema es que en México el sistema social se ha negado a ofrecerles caminos para que transiten con todo ese conocimiento de manera sólida y lo canalicen positivamente, poniendo en práctica las ideas.

En todas las épocas, las relaciones interpersonales han sido difíciles para los adolescentes. La diferencia es que ahora se refugian en gadgets pues estos no los cuestionan ni confrontan, únicamente reproducen el placer de la comodidad al alcance de un clic. Pero aunque en una primera instancia ello pareciera alejarlos de la interacción social, y nos da la impresión de encontrarnos ante jóvenes aislados y perdidos, las visiones optimistas apuntan a que el uso de la tecnología sólo los está preparando para incorporarse a una sociedad real en la que dichos adelantos serán parte de la vida cotidiana, y estarán capacitados para enfrentar el mundo de otra manera.

Asimismo, el acceso a culturas distintas también ha hecho posible que los muchachos conciban su entorno de forma más amplia. A diferencia de generaciones pasadas, la tecnología les ha dado herramientas para que sean más arrojados y atrevidos a la hora de iniciar proyectos propios, muchas veces con éxito.

GLADIADORES EN POTENCIA

En definitiva, las condiciones en las que hoy crecen y se desenvuelven los adolescentes posibilitan que desarrollen su potencial, incluso más que las generaciones anteriores. Por ello, lejos de empeñarnos en ver sólo lo negativo que ha traído consigo la globalización, sería productivo que observáramos las ventajas que tienen los chicos al poseer una concepción más amplia del mundo, la cual lo capacita para modificar sus habilidades cognitivas y perfeccionar su manera de desenvolverse.

Ya se ha visto en numerosos casos que el ambiente actual para la adolescencia favorece la construcción de un espíritu de emprendimiento, que en dado momento los lleva a tener experiencias exitosas en el ámbito de los negocios, la ciencia, la tecnología y más, contrario al temor experimentado por quienes les precedieron.

En otras palabras, nuestros jóvenes son valientes, poseen una visión más completa del entorno y acumulan una gran cantidad de información. Pero sobre todo, han logrado desplegar una fuerte disposición para concretar objetivos diferentes y, sí, tratar de cambiar lo que como adultos no hemos logrado.

El escenario tendría que ser reconocido no nada más por los sistemas de gobierno (que de antemano están obligados a crear espacios de oportunidades para todos los sectores), sino por la sociedad en conjunto.

Se requiere además que el gobierno actúe no sólo como reactor ante los problemas de los adolescentes, sino como generador de proyectos que desde la niñez prevean las condiciones en que los pequeños se irán desenvolviendo conforme crecen.

Es claro que los programas y recursos se dedican únicamente a tratar de corregir los ‘inevitables’ problemas; el cambio residiría en crear esquemas distintos.

Para lograrlo, es fundamental efectuar estudios e investigaciones acerca del impacto que las condiciones de vida actuales tienen en la población juvenil. Por ejemplo, los sociólogos señalan que no basta con llamarlos ni-nis, ni encasillar despectivamente bajo esa etiqueta a quienes no tienen una actividad específica; urge buscar las razones de fondo en dicha problemática.

DESARROLLO SIN ETIQUETAS

La visión esperanzadora es que tarde o temprano, el sistema neoliberal tendrá que modificarse porque ya no responde a las demandas humanas ni a las de los adolescentes.

Un cambio radical en las estructuras de gobierno y un renovado orden social serán necesarios para que los jóvenes de hoy y quienes les siguen, tengan la seguridad de desenvolverse en condiciones más favorecedoras para su desarrollo como individuos e integrantes de una sociedad.

Para conseguirlo, un buen comienzo podría ser identificar las condiciones o puntos a favor que ofrece el escenario actual, dejando de centrar la atención en los peligros que rodean a la adolescencia, y sobre todo desechar el concepto que tenemos de ésta como “una maldición”. Sin duda, ampliar nuestra percepción y permitirnos ver el panorama completo, recordando que esta fase vital es un momento de transición y aprendizaje que por lo tanto puede ser de gran provecho, será el acertado primer paso que dará pie a una transformación de raíz, benéfica para todos los sectores de la población.

Fuentes: Maestra en Desarrollo Humano Leonor Domínguez, catedrática e investigadora de la Universidad Iberoamericana Torreón; Maestro en Comunicación Roberto López Franco, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila; Doctora en Comunicación Social Blanca Chong, catedrática e investigadora de la la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila.

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